A pesar de que en este año se celebra el 50 aniversario de Cien años de soledad, y a pesar de que esta conmemoración recuerda el instante preciso en que América Latina, desde la Patagonia al río Bravo, pudo verse a sí misma en ese espejo literario que distorsionaba para alumbrar los choques y contradicciones causados por la inserción de comunidades tradicionales en la modernidad occidental, me atrevo a decir que el libro de García Márquez más enraizado en los dilemas latinoamericanos no es ése sino El otoño del patriarca.
Es más latinoamericano por su temática evidente, las dichas y desdichas de un dictador que se pudre silenciosamente en la bastedad de su poder, pero también por la forma en que está escrita. Si se le quita la etiqueta de novela, El otoño del patriarca puede leerse como un largo poema modernista organizado con técnicas narrativas de escritor anglosajón de los años 30, que rinde un no tan velado homenaje al primer gran escritor latinoamericano que se emancipó de moldes importados e internacionalizó las letras del continente: Rubén Darío.
La historia, además, transcurre durante aquellos años en que los príncipes de las letras viajaban a París para descubrir, con enorme sorpresa, que no sólo eran mexicanos, nicaragüenses o chilenos, sino sobre todo latinoamericanos: escritores hermanados por una realidad cultural y política similar. Dentro de esas similitudes sobresalía la omnipresencia del dictador, la figura política más visible del continente que además de regir los designios de sus países no en pocas ocasiones protegió a los grandes poetas de la época. Sin ir más lejos, Rubén Darío fue amigo del guatemalteco Manuel Estrada Cabrera y compuso para él sentidos poemas. Pero no fue el único. El peruano José Santos Chocano recibió homenajes dignos de un rock star por parte de Augusto B. Leguía, Vargas Vila fue funcionario del caudillo liberal Eloy Alfaro, y el argentino Leopoldo Lugones —con una prosa tan exaltada y facha que los mismos militares tuvieron que matizarla— redactó el parte de victoria del golpista José Félix Uriburu.
En El otoño del patriarca vuelven a reunirse el poeta y el dictador tercermundista, en un preludio de lo que sería la inquebrantable amistad de García Márquez con Fidel Castro. Aunque el patriarca de la novela es un pastiche de los mil y un dictadores que ha dado América Latina, hay elementos claramente tomados de Castro, como sus experimentos en la cría de ganado y su fascinación por el béisbol. Lo más sorprendente, sin embargo, es que Castro hubiera terminado por parecerse tanto al patriarca.
Más que el comunismo, fue el antiyanquismo heredado de otro modernista, José Enrique Rodó, lo que imantó a García Márquez hacia Castro. La gran preocupación de cuatro generaciones de latinoamericanos fue cómo frenar el imperialismo espiritual y político, primero, luego económico, de Estados Unidos, y cómo encontrar soluciones propias, no importadas, a nuestra enquistada problemática. Supongo que es una tarea vigente y primordial. Lo decepcionante es que cada respuesta a esta incógnita ha ido acompañada, como en el caso de García Márquez, de la exaltación de un nuevo caudillo, mucho menos enternecedor que el patriarca de la novela y cuyas arbitrariedades en lugar de hacer gracia se pagan caro en la realidad.
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