América Latina ha hecho una serie de aportes sin los cuales el universo sería hoy inconcebible. Los restaurantes del mundo serían inimaginables sin la papa o el tomate y las dulcerías no podrían existir sin el chocolate. Otro de nuestros aportes sin duda fue darle una concreción a la idea de la utopía que inspiró a Tomás Moro cuya fascinación venía de las historias de AméricoVespucio en el Nuevo Mundo. En el lado más negativo de nuestra contribución, hemos sido también productores de algunos de los personajes más disparatados de la historia, lo que hace que el esperpento, la sátira y la novela de dictadores sean géneros naturales entre nosotros.
A las novelas de dictadores, cuyo precursor es seguramente Amalia (1851) de José Mármol (contra el dictador Rosas), contribuyen muchos eventos históricos. Incluso Tirano Banderas (1926), escrita por el español Ramón del Valle Inclán, es un antecedente. El libro se tituló novela de la tierra caliente y narra la historia del dictador imaginario Santos Banderas.
La lista de novelas de dictadores es larga porque la historia que los alimenta también lo es. El entierro que hizo el general Santana de su pierna en México no es menos asombroso que el hecho de que el dictador Juan Vicente Gómez gobernara Venezuela rodeado de sus setenta y tres hijos naturales, a quienes dio puestos en su administración, que duró veintisiete años. Gómez dejaría el poder en 1935. Convencido de que uno de sus enemigos se había convertido en un perro negro, el dictador Papa Doc Duvalier en Haití hizo examinar a todos los perros de su país. (No en balde Maduro declaró alguna vez que Chávez se le apareció como un pajarito).
También es famosa la historia de Hernández Martínez, el dictador en El Salvador, que empapeló el alumbrado público de rojo para detener una epidemia de sarampión. También se decía de él que inventó un péndulo que ponía encima de sus alimentos para decidir si los consumía (no había crítica gastronómica en aquellos días). Una historia cuenta que el general Odría en el Perú mandó derogar la ley de gravedad y otra que el general Somoza tenía una jaula con aves del paraíso y otra con presos políticos en los jardines del Palacio de Managua.
Esta semana se cumplen los cien años de Augusto Roa Bastos quien en Yo, el Supremo (1974), entregó una de las mejores novelas sobre dictadores que se han escrito en nuestro continente. A través de las declaraciones, órdenes, frases rotas del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, Roa Bastos convierte la voz del dictador en una presencia viva y despreciable. Francia sabe que el lenguaje es su enemigo pues tiene el poder de definirlo. Pretende por lo tanto, someterlo y adueñarse de él. Por ese motivo, en 1816 se hizo proclamar por el Congreso paraguayo “Dictador Perpetuo de la República” con una etiqueta adicional “con calidad de ser sin ejemplar”.
Como lo demuestran Alberto Barrera y Rodrigo Blanco en Venezuela, la novela de dictadores no ha muerto. Pero en sus obras los patriarcas han dejado de ser los protagonistas. Y Fidel Castro, el dictador más longevo, no tiene una novela que lo recuerde. Ignorarlo fue la venganza de los escritores. ❧
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