Publicado el: 19 junio, 2017
Por: Carmen Imbert Brugal
e-mail: imbert.brugal@gmail.com
El asombro fue colectivo. El entusiasmo pretendía compensar las horas previas de angustia, los días de incertidumbre, los meses de afán libertario y temor. Con una bienvenida así, la tarea sería exitosa. El triunfo, realidad. El pueblo apoyaba el atrevimiento heroico -pensaron- y creyeron. Las labores del Frente Interno resultaron, la batalla comenzaría y la historia se escribiría de manera diferente. Terminaría la pesadilla que durante 19 años atormentaba a la nación. Horror que comenzó el 23 de febrero de 1930 con el golpe de Estado contra Horacio Vásquez, disfrazado de revolución. Movimiento gestado por el General Trujillo Molina, jefe del ejército de Horacio Vásquez, candidato ganador en las elecciones del 16 de mayo de ese año. Ladino, el brigadier supo sumar, seducir, engañar, también. El binomio golpista, Trujillo-Estrella Ureña, obtuvo 223,926 votos (Gaceta Oficial 4257 del 13 de junio de 1930). Entonces, la JCE tenía inscritos 412, 931 ciudadanos con derecho al voto. La oposición al incipiente tremendismo, a la megalomanía autoritaria, con ropaje legal e ínfulas de transformación, retiró sus candidaturas. El “No puede Ser” de algunos ilusos, fue incapaz de vencer el redentorista “No hay peligro en seguirme”, consigna de la nueva religión que se impondría a sangre y fuego, delación y servilismo, hasta el 1961.
Si la algarabía continuaba, atrás quedaría el fracaso de Cayo Confites -1947- la aurora sería permanente. Con su ronca voz y quedo tono, Tulio Hostilio Arvelo Delgado contaba aquello. Repetía la efímera sensación que la candidez y los ideales permitieron. Jamás imaginaron tal bienvenida. El trayecto fue difícil pero el entusiasmo primaba. Once horas de vuelo desde el lago Izabal -Guatemala-hasta la Bahía de Gracias -Luperón-. El hidroavión Catalina traía las armas, la esperanza y la determinación de 12 hombres, bajo el mando de Horacio Ornes Coiscou, dispuestos a vencer o a morir. La bulla en la playa, la multitud alegre que miraba el extraño aparato estaba muy lejos de compartir la gloria. El asombro lo provocaba la extraña nave y la certeza de que era un contingente del régimen. Además, ese 19 de junio de 1949, era domingo y el asueto permitía la diversión. Mientras se acercaban a la costa, dispuestos a desarrollar el plan trazado que comenzaba con la ocupación de la Oficina de Correos y Telégrafos, a cargo de Hugo Kundhardt, el ánimo cambió. Ahora escuchaban: ¡Viva Trujillo! repetían niños, mujeres, hombres. Gugú Henríquez reaccionó: “Esta es una invasión. Abajo Trujillo. Viva Horacio Vásquez.” Y a partir de ese momento los errores que pautaron la partida del “Catalina” se multiplicaban, cada segundo. El incidente entre Hugo Kunhardt y el capitán Ramírez, nicaragüense, fue presagio de lo peor.
El relato de aquel hombre, cálido, encantador, discreto, solidario, acercaba a los hechos. El abogado que compartió sueños y oficina con Pedro Mir, hazaña, exilio, cárcel, luto, con tantos que figuran en el altar perenne de la patria, vivió sin la alharaca triste de los vencidos. Maestro, aquí y fuera del país. Militante del PCD, aceptó dos postulaciones, a sabiendas del destino electoral. Tuvo el tino de escribir lo que contaba. Aquellos que tuvimos el privilegio de escuchar los detalles de su trajinar, el encomio justo de sus compañeros y adversarios, la asunción de los desaciertos, con la relectura de sus artículos y recopilaciones, comprobamos su entereza y la necesidad de que se conozca lo vivido por él y el grupo de valientes. Con sinceridad lacerante, en Memorias de un Expedicionario- 1982- afirma que luego del incendio del hidroavión, causado por las ráfagas lanzadas desde un guardacostas, el desasosiego fue inevitable y la convicción de fracaso también. Don Tulio vivió orgulloso de su presente, convencido de la pertinencia de su pasado. 68 años después de aquella osadía, recordarlo es deber. Él nunca ocultó, tampoco inventó heroísmos. Porque, tal y como escribió: siempre la verdad anda de la mano con la gloria y si se oculta la una, se empaña la otra.”
Si la algarabía continuaba, atrás quedaría el fracaso de Cayo Confites -1947- la aurora sería permanente. Con su ronca voz y quedo tono, Tulio Hostilio Arvelo Delgado contaba aquello. Repetía la efímera sensación que la candidez y los ideales permitieron. Jamás imaginaron tal bienvenida. El trayecto fue difícil pero el entusiasmo primaba. Once horas de vuelo desde el lago Izabal -Guatemala-hasta la Bahía de Gracias -Luperón-. El hidroavión Catalina traía las armas, la esperanza y la determinación de 12 hombres, bajo el mando de Horacio Ornes Coiscou, dispuestos a vencer o a morir. La bulla en la playa, la multitud alegre que miraba el extraño aparato estaba muy lejos de compartir la gloria. El asombro lo provocaba la extraña nave y la certeza de que era un contingente del régimen. Además, ese 19 de junio de 1949, era domingo y el asueto permitía la diversión. Mientras se acercaban a la costa, dispuestos a desarrollar el plan trazado que comenzaba con la ocupación de la Oficina de Correos y Telégrafos, a cargo de Hugo Kundhardt, el ánimo cambió. Ahora escuchaban: ¡Viva Trujillo! repetían niños, mujeres, hombres. Gugú Henríquez reaccionó: “Esta es una invasión. Abajo Trujillo. Viva Horacio Vásquez.” Y a partir de ese momento los errores que pautaron la partida del “Catalina” se multiplicaban, cada segundo. El incidente entre Hugo Kunhardt y el capitán Ramírez, nicaragüense, fue presagio de lo peor.
El relato de aquel hombre, cálido, encantador, discreto, solidario, acercaba a los hechos. El abogado que compartió sueños y oficina con Pedro Mir, hazaña, exilio, cárcel, luto, con tantos que figuran en el altar perenne de la patria, vivió sin la alharaca triste de los vencidos. Maestro, aquí y fuera del país. Militante del PCD, aceptó dos postulaciones, a sabiendas del destino electoral. Tuvo el tino de escribir lo que contaba. Aquellos que tuvimos el privilegio de escuchar los detalles de su trajinar, el encomio justo de sus compañeros y adversarios, la asunción de los desaciertos, con la relectura de sus artículos y recopilaciones, comprobamos su entereza y la necesidad de que se conozca lo vivido por él y el grupo de valientes. Con sinceridad lacerante, en Memorias de un Expedicionario- 1982- afirma que luego del incendio del hidroavión, causado por las ráfagas lanzadas desde un guardacostas, el desasosiego fue inevitable y la convicción de fracaso también. Don Tulio vivió orgulloso de su presente, convencido de la pertinencia de su pasado. 68 años después de aquella osadía, recordarlo es deber. Él nunca ocultó, tampoco inventó heroísmos. Porque, tal y como escribió: siempre la verdad anda de la mano con la gloria y si se oculta la una, se empaña la otra.”
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