Things that might have been es uno de esos poemas de Jorge Luis Borges que mezcla título en inglés con texto en español, mitología sajona con tragedia griega, pequeñeces cotidianas con angustias personales. El poema describe las cosas que pudieron ser y no fueron, tales como la historia universal “sin la tarde de la Cruz y la tarde de la cicuta”; Estados Unidos de haberse dado, en “las tres jornadas de Gettysburg, la victoria del Sur”. La lista de cosas imaginarias pasa por trivialidades (“el otro cuerno del unicornio”) y concluye de forma desgarradora: “el hijo que no tuve”.
La crisis institucional atravesada por Venezuela invita al ejercicio borgeano de imaginar cómo sería la democracia sin Estado de Derecho. No viene al caso entrar en discusiones teóricas sobre la diferencia entre ambos conceptos. Basta con aclarar que mientras la democracia descansa en la aceptación de las decisiones mayoritarias, el Estado de Derecho se funda en el control formal y en los límites sustantivos a lo decidido por la mayoría. Por control formal, se entiende la conformidad de lo decidido con requisitos legales previamente establecidos. Límites sustantivos son las reglas constitucionales (régimen de gobierno, división de poderes, etc) y los derechos fundamentales inalcanzables por el albedrío de la mayoría. En resumen, el Estado de Derecho se caracteriza por la sumisión de las decisiones estatales a la ley y a la Constitución, correspondiendo al Poder Judicial la última palabra en la validación de lo decidido por las demás instancias del Estado.
La democracia en Venezuela viene feneciendo no tanto por el desconocimiento de la voluntad de la mayoría, sino por el deterioro del Estado de Derecho. En efecto, faltan evidencias de que su sistema electoral arroje un resultado distinto al expresado en las urnas. El desbarajuste remonta más bien a la idolatría que el chavismo confirió a la voluntad de la mayoría como único elemento de legitimidad política. Para las decisiones más polémicas e inconstitucionales, siempre había la posibilidad de convocar referendos o plebiscitos, como si la voluntad popular tuviera la entidad para aplastar el Estado de Derecho.
Superado el respaldo popular de los últimos 16 años, el gobierno cuenta ahora con una militancia dentro del Poder Judicial dispuesta a desconocer lo expresado por la mayoría de la población en las últimas elecciones parlamentarias. La primera ronda de mal gusto democrático tuvo lugar cuando el Tribunal Supremo de Justicia suspendió la posesión de tres diputados debido a denuncias de compras de votos en el estado Amazonas. La oposición no solo perdió la mayoría calificada, sino que sufrió una segunda ronda de exabrupto institucional, al declararse nulas las decisiones de la Asamblea Nacional mientras los diputados impugnados siguieran posesionados. La mesa directora de la Asamblea acató finalmente la decisión del Tribunal Supremo tras el anuncio de Nicolás Maduro de que no comparecería a la sesión de rendición de cuentas en el Parlamento si éste siguiera en desacato.
La comunidad internacional, particularmente UNASUR y la OEA, tienen su cuota de responsabilidad por el limbo institucional venezolano. El primer organismo, por su observación electoral basada en un discretísimo acompañamiento a las autoridades nacionales durante las votaciones. La OEA, por abstenerse de emitir un pronunciamiento, desde sus más altas instancias políticas, sobre el rechazo venezolano de recibir una misión de observación electoral complementaria a la de UNASUR. No fuera por las críticas proferidas por Luis Almagro, parecería que la OEA se ha acostumbrado a ser irrelevante en Venezuela.
Pero la responsabilidad de esos organismos trasciende la blandura de sus misiones electorales y las omisiones de sus órganos políticos. Radica también en la ausencia de mecanismos de presión diplomática ante atropellos al Estado de Derecho. En el ámbito de la OEA, la Resolución 1080 de la Asamblea General reguló, en 1991, la convocatoria de reuniones de Cancilleres cuando “se produzcan hechos que ocasionen una interrupción abrupta o irregular del proceso político institucional democrático o del legítimo ejercicio del poder por un Gobierno democráticamente electo”. Diez años después, la Carta Democrática Interamericana ratificó dicha posibilidad frente a la “alteración del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático”.
Hasta la fecha, fueron convocadas reuniones extraordinarias de Cancilleres en los golpes de Estado de Haití (1991), Perú (1992), Guatemala (1993), Paraguay (1996) y Honduras (2009). Ni las Cumbres de las Américas ni la Asamblea General han servido para ventilar situaciones como el choque de poderes en Venezuela, declinando a órganos técnicos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o a la Secretaría General, la vocería exclusiva ante crisis menos alarmantes que un golpe de Estado.
La experiencia venezolana enseña que, entre menos Estado de Derecho, más se amordaza el escrutinio independiente de los derechos humanos, siendo la denuncia a la Convención Americana en septiembre de 2012 tan solo un ejemplo. Sin Estado de Derecho, la democracia se limita al imperio de la mayoría y la seguridad se desvanece, por la criminalidad desenfrenada y/o la represión. Finalmente, el desarrollo pierde el sello de derecho fundamental, convirtiéndose en empresa asistencial con fines electoreros.
Un ejercicio borgeano de aprendizaje con la crisis que se arrastra en Venezuela indica que entre los cuatro pilares fundamentales de la OEA (derechos humanos, democracia, seguridad multidimensional y desarrollo integral), hay un quinto tan imaginario como imprescindible para preservar a los demás. Dicho pilar imaginario se llama Estado de Derecho.
Daniel Cerqueira es oficial de programa sénior de la Fundación para el Debido Proceso. Twitter: @dlcerqueira
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