La propensión al desastre, ese augurio del caos, nos persigue. Ocurre con los avisos de fenómenos naturales inexistentes, con sucesos políticos y criminales, hijos de la fábula. La tiranía acostumbró a la insinuación y a la seña, a las omisiones. Había que interpretar, imaginar y, naturalmente, callar. Los regímenes posteriores que inauguraba la democracia, no se apartaron del modelo. Entre proyectos guerrilleros y sacrificio, atentados ficticios y la realidad del crimen de Estado, se desarrolló una generación.
El estilo fue replicado no solo por la masa ágrafa sino por dirigentes importantes e influyentes. Desde aquel fósforo blanco que desfiguró a un importante miembro del PRD, hasta granadas, emboscadas, disparos, atribuidos a comandos trujillistas, soviéticos, chinos. Osadía y mentiras sin comprobación y sin intención de hacerlo.
El extenso abuso y exceso, durante los doce años, también apareja leyenda. La resistencia del 12 de enero del 1972 sirvió para exhibir aviones, tanques, armas y vesania y para que se creyera que la cueva protegía más de cuatro muchachos con el nombre de valientes. El desembarco del Black Jack, en Caracoles, fue distorsionado por organismos de seguridad y por aliados del Coronel de Abril. Balaguer habló de sedición siempre, del ataque perpetuo a la seguridad nacional como excusa para tropelías interminables. Una armada invisible e invencible, se aposentaba en las esquinas pero tenía nombre y el silencio como complicidad. Las filas de electores, en la accidentada jornada electoral del año 1994, se movían al compás de la primicia que aseguraba que tropas interventoras habían ocupado Puerto Príncipe.
Y aunque hubiera desmentido, se repetía la especie. La fantasía, durante y después de la Guerra Fría, alimentó el imaginario criollo. Todo repetido sin comprobación previa. Prima la intuición y después del error, la indiferencia. Tal vez nadie quiera develar los misterios, para evitar confrontaciones y actitudes, para no reconocer exculpaciones, gracias al tiempo y al olvido. Porque así es. Es una ética esquizoide la que atosiga e impide el real ajuste de cuentas, que solo tiene nombre de sentencia, no de injuria.
El desconcierto provocado por los sucesos de la última semana de octubre, demuestra que la costumbre continúa. La balacera en la Cárcel de Najayo, con su saldo fatal de muertos y heridos, la denuncia de un sabotaje que afectó 14 torres de transmisión eléctrica, en la línea Julio Sauri-Navarrete y el incendio en un vagón del Metro, provocaron especulaciones estrambóticas, difíciles de conjurar. Demostraron cuan frágiles son los sistemas de comunicación de algunas instituciones. Las versiones oficiales se confundían con el murmullo de esquina, el rumor de esquina con las versiones oficiales.
El afán de sumar adeptos en las redes sociales, develó defectos, más que cualidades, en momentos de crisis. En la picota, el derecho a saber, la transparencia, pero también el rigor oficial. Información no es competencia con la bulla. Tampoco precipitación para satisfacer demandas mediáticas, aunque la confusión aflore. Mucha serie de televisión en la cabeza, muchas zagas que involucran sicarios, complot. Más que la paranoia denunciada por Antonio Zaglul, es “la falta de seriedad en todo” que adquirió connotación estatal, cuando el presidente Leonel Fernández citó el hecho, en su toma de posesión del 2004.
Hay sectores que pretenden acallar críticas, confundir el origen y la naturaleza de las infracciones cometidas y avalar la hipótesis de la conspiración, que permite impunidad y desconocimiento.
Creen improcedente preguntar ¿por qué las cárceles dominicanas son incontrolables? ¿Por qué los reclusos tienen armas de fuego, teléfonos, negocios? ¿Por qué dirigen organizaciones criminales desde el encierro? Repetir la denuncia legendaria es necedad, recordar que el argumento de Nuevo y Viejo Modelo es ardid, no. Creen impropio también, imputar precipitación a las autoridades. Esa difusión de conclusiones, producto de inexactitudes. Esa “errónea certidumbre” que analiza René Floriot, en “Los Errores Judiciales”. El Ministerio Público y la Policía Nacional no pueden ser cautivos de la opinión pública. Es peligroso. Intranquiliza, en lugar de aquietar.
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