Jose Rafael Lantigua
“Los enfermos, los locos, los visionarios, los alucinados, los neuróticos, han desempeñado en todos los tiempos grandes papeles en la historia de la humanidad... Han ejercido una influencia incalculable sobre su época y las que la han seguido, han promocionado importantes movimientos culturales y han realizado grandes descubrimientos... Todo el transcurso de la vida puede ser desviado por la de un solo individuo”. (Sigmund Freud).
Pío XII tuvo, desde pequeño, lesiones tuberculosas; tenía fobia a las moscas, al tabaco y al contacto personal; se irritaba con facilidad; desconfiaba de sus médicos; tenía un estómago delicado; sufría de insomnio y de la próstata; padeció en los meses finales de su vida de un fuerte hipo y de esclerosis cardiovascular, y tuvo una época –al punto de que pensó dimitir de su pontificado– en que padeció, al mismo tiempo, de nueve enfermedades.
Hitler fue casto en su juventud, y en sentido general despreciaba a las mujeres, aunque no fue homosexual; una amante suya llegó a decir de él que solo afirmaba que amaba cuando disfrutaba del acto sexual, después se olvidaba por completo de lo dicho; era de naturaleza depresiva, vegetariano, sufría de “lengua sucia”, por lo cual debía hacerse continuamente enjuagues antisépticos; hipertenso y drogodependiente, padecía de fuertes dolores de cabeza y, en definitiva, fue siempre un hombre enfermo.
A Mussolini no le gustaba –como a Pío XII– que le echaran el brazo por la espalda, ni apreciaba que le dieran la mano (por eso se inventó su “saludo romano”); odiaba los perfumes y le gustaban las campesinas obesas de senos maternales. Aunque fue siempre fuerte como un toro, era hipocondríaco y se consideraba enfermo de úlcera y gastritis, al colmo de que se revolcaba con frecuencia en las alfombras de su casa, de dolores que eran de naturaleza solo psicosomática.
Lenin tenía una constitución débil, sufría de enterocolitis, padecía insomnio, temblores nerviosos y dolor de cabeza frecuente; tuvo cuatro ataques de apoplejía y, desde el segundo, estuvo confinado a una silla de ruedas; perdió tempranamente la memoria y murió de arteriosclerosis cerebral. Algunos afirmarían después que “murió con la conciencia limpia, ya que nunca la utilizó”.
Stalin –pantagruélico comilón, fumador de pipa y cigarrillos y gran bebedor – era hipertenso, dormía poco y padeció tres crisis cardíacas.
Mao Tse–Tung (luego Mao Zedong) –que llegó a tener un harén con tres mil concubinas– traía el paludismo en la sangre, no gustaba bañarse (solo aceptaba que le pasaran paños húmedos calientes por las noches mientras leía o repasaba documentos), era criptorquídico (el testículo izquierdo era más pequeño de lo normal y el derecho no estaba ni en la bolsa ni en la ingle), era un fiel consumidor de KH3 y de distintos tipos de afrodisíacos, y la historia de que tuvo muchos hijos fue desmentida por la autopsia, cuando se reveló que siempre fue estéril. Le gustaban las lecturas pornográficas y sufrió de enfermedades venéreas y de un ántrax. Bebía pastillas para dormir, desarrollándosele por ello una alergia y después de dos infartos de miocardio murió finalmente de una esclerosis lateral amiotrófica.
Churchill –el “empresario de la historia”– era depresivo, hiperactivo y ciclotímico, estúpido y torpe en su relación con las mujeres, tenía dispepsia e indigestión crónica y sufrió varias neumonías. De visita en Nueva York, en una ocasión lo atropelló un vehículo en la Quinta Avenida sufriendo severos golpes.
Franklin D. Roosevelt sufrió de tifus, apendicitis y neumonía, se “pasmó” al ayudar a apagar un fuego en un bosque y luego tirarse al mar, y de ahí provino su parálisis y poliomielitis que lo mantuvieron atado como minusválido a las muletas y a la silla de ruedas.
De Gaulle –“turbulento, díscolo, incómodo, impetuoso, inquietante, frío y contradictorio”– era tímido y solitario, tuvo siempre su mano izquierda incapacitada a causa de una herida por metralla de mortero; era diabético e hipertenso y sufrió de gerontofobia repitiendo constantemente que “la vejez es un naufragio”.
Francisco Franco –el caudillo–, hermético, introvertido, cohibido, sensible a la adulación, pragmático y mal orador de voz aflautada, tuvo dos grandes enfermedades que hirieron permanentemente su psiquis: su desamor a su progenitor y la enfermedad del poder. Fue dueño, sin embargo, de una gran fortaleza física y se enfermó únicamente de senilidad. Dio brega para morirse (“¡Qué duro es morir!”, dijo a sus médicos días antes de expirar), y la parca lo venció luego de meses con múltiples dolencias de las que salía siempre airoso para reiniciar otras nuevas.
Esta es, a muy breves rasgos, una radiografía de la mala salud de varios de los protagonistas fundamentales del siglo veinte. Diez grandes conductores, a las buenas y a las malas; hombres que forjaron la historia de sus pueblos y de sus instituciones desde distintos cauces y que fueron seres mortales como cualquier hijo de vecina. Arrastraron vicios y defectos personales, algunos templaron sus personalidades avasallantes en dilemas familiares –desapegos paternos o herencias vulnerables de sangre y casta– o transmitieron a sus congéneres los traumas de sus orígenes.
He releído en estos días un libro cuya lectura me cautivó hace ya dieciocho años y que al reencontrarlo en mi biblioteca –suele pasar- pareció que me reclamaba que volviese a tocarle, a pasar por sobre sus páginas, a releer las anotaciones que escribí al margen hace casi cuatro lustros. Un médico español, Francisco J. Flórez Tascón, escribió este libro que, en principio, se descubre como una novedad para simple conocimiento cultural, y que luego de abordarlo y consumirlo se manifiesta como una obra excepcional, y no exagero, para conocer la historia personal de estos hombres de la historia universal.
La genética domina la biografía general de cualquier humano. En los casos de caudillos, líderes espirituales y de masas, estrategas militares, conductores de pueblos, gobernantes aguerridos, dictadores y estrategas ideológicos, la genética demuestra su valor como ciencia explicando conductas y estilos, las conductas y estilos que sirvieron para dominar las vidas de hombres y mujeres por largos decenios.
Flórez Tascón, con buen pulso y una narración que se solaza en los detalles, con un texto veraz y verificable, un esquema narrativo lúcido y suelto, ligero y preciso, ha escrito la historia clínica de Pío XII, De Gaulle, Mao, Stalin, Churchill, Lenin, Roosevelt, Mussolini, Hitler y Franco, y al descubrirnos la patología de estos genios de la política nos ha permitido reconocerlos como lo que fueron en definitiva: seres mortales plagados de lacras en su salud corporal y nada ajenos a la dura y fría realidad humana: la del dolor y la muerte.
Desde una visión desprejuiciada, sujetada a las evaluaciones médicas, biográficas y políticas de quienes, en su momento, biografiaron la conducta clínica, humana, familiar e ideológica de estos líderes, Flórez Tascón nos describe las enfermedades del poder. Unos, desde las astucias del mal, otros empuñando simplemente las argucias crueles, a veces divertidas, juegos de sombras y luces, de la política. Todos, con sus humores y achaques, sintonizados en la misma frecuencia del poder desde donde dibujaron a su antojo –megalómanos, seniles, escleróticos, deshumanizados, avasalladores, escépticos– el curso de la historia de sus pueblos y del mundo durante el siglo veinte que dominaron a su antojo. Este es un libro –de ésos que, al abordarlo, terminan siendo tan inolvidables como cualquier gran obra de la literatura universal- que nos revela que el poder también se enferma. O quizás mejor: que el poder muchas veces es asumido, conducido o manejado con quebrantos permanentes, patologías incurables y traumas que ejemplarizan conductas y devenires. En fin, que los propios pueblos que aclaman y se fanatizan al paso por la historia de estos adalides, ignoran que tras sus huellas corren parejas enfermedades que convierten a esos elegidos de los dioses, para bien o para mal, en pacientes ocultos de pastillas, vacunas, brebajes, untaduras y pócimas, mientras sus liderazgos aparentan gozar de buena salud. Sin dudas, como afirma el autor, “la medicina es también un testimonio de los hechos que contribuyeron a forjar la historia”.
(“El poder enfermo”. Dr. Francisco J. Flórez Tascón. Ediciones Temas de Hoy, Madrid, octubre de 1996/231 pp.)
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