Este tema no debería causar sorpresa alguna. Hace varias décadas Julián Marías se ocupó de él en su ensayo “El oficio del pensamiento”. Muchas de las cosas que entonces escribió están todavía vigentes; algunas han ensanchado con nuevas vertientes; otras más han surgido, no previstas, ni siquiera sospechadas por el filósofo español. La vida intelectual requiere ocio, tranquilidad, calma. El sosiego imprescindible para dejar que las cosas entren por nuestros ojos, se hagan presentes en la conciencia y entreguen parte de sus secretos. ¿Quién tiene hoy calma? Todos van corriendo de prisa, aferrados al volante de sus automóviles, como si el horizonte huyera también.
Los intelectuales hacen de todo; política, comercio, vida social, declaraciones públicas; están metidos en consejos y en asociaciones. Hacen, pues, muchas cosas que no son estrictamente intelectuales. El pensamiento exige la soledad, el apartamiento, después de la zambullida en la realidad. Si no ocurre con frecuencia este repliegue el resultado es la pobreza interior, la opinión no madurada, esto es, apresurada. O lo que es igual: la disminución de la calidad de la producción intelectual. El fenómeno es visible en intelectuales con verdadero talento intelectual, en personas dotadas de condiciones excepcionales que no pueden desarrollar por vivir atrapados en la telaraña de otras ocupaciones extra intelectuales.
Pero el grueso de los intelectuales brutos no procede de este lado. Las ocupaciones intelectuales se pagan mejor hoy que en otros tiempos. Por eso hacen concurrencia personas con capacidades mínimas o nulas que hacen el gesto del intelectual, sin el drama del intelectual; sin gracia, sin respeto por las cosas, sin auto-exigencias, sin ninguna caridad: Cuando las tareas intelectuales eran mal pagadas en todos los países, sólo llegaban a escritores aquellos que no podían ser otra cosa.
Las razones para no ser escritor eran tantas que sólo una vocación incoercible saltaba sobre obstáculos tan grandes. Hoy existen muchos profesores que escriben, con multitud de citas, divisiones, apartados y notas, de los cuales no brota un sólo pensamiento. Para agregar material a su “curriculum” hacen escritos insulsos con todo el aparato erudito, con todas las palabrejas de moda, pero carentes de la más pequeña iluminación. Flores marchitas de erudición inerte. (“La feria de las ideas”; 1984).
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