La sociedad brasileña es robusta, está reaccionando contra la corrupción y quiere pasar el país a limpio
Hace nada Brasil parecía tocar el cielo con la mano. Nunca Dios había sido tan brasileño. Casi el 80% de los ciudadanos se declaraban felices con su vida y otros tantos creían que el futuro sería aún mejor.
El atávico complejo de perro callejero se había desvanecido para dar paso al orgullo de ser brasileño. Lo decían hasta las azafatas al aterrizar en los aeropuertos.
El mundo miraba con envidia al gigante americano que llegó a ser la sexta potencia económica del mundo y que crecía sin parar. Se escribió que el llamado “Brasil del futuro” había sido sustituido por el “Brasil del presente”. Los inversores extranjeros corrieron hasta aquí. Había mercado abundante y crédito fácil. Y millones de brasileños llegados al puerto de la clase media con hambre de consumo.
Todo aquel despertar de esperanza parece haberse disipado de repente. El cielo se cubrió de nubarrones y Brasil se ha visto a las puertas del infierno, con todos los índices económicos, éticos y sociales a la baja. El pesimismo parece haber dado paso a la euforia.
¿Es cierto, sin embargo, que Brasil se ha despeñado del cielo al infierno? ¿Nace ahora un Brasil sin futuro? ¿O más bien ni ayer Brasil había llegado aún al cielo, como lo habían profetizado sus maquilladores, ni tampoco hoy se encuentra en el infierno sino en un purgatorio de purificación, para deshacerse de la gangrena de la corrupción que parece acosar al mundo político y empresarial?
Quizás las dos cosas sean ciertas y a partir de ahora pueda resurgir el Brasil real, con sus verdades y sus mentiras.
La tormenta que está agitando en este momento a Brasil y de la que se hace eco la prensa internacional se inició con el Mundial, hace solo unos meses. Fue entonces cuando la sociedad brasileña empezó a sospechar que la corrupción estaba mordiendo al país con aquellos estadios millonarios, con sobrecostes, acabados deprisa y corriendo, mientras faltaba dinero para infraestructuras, movilidad urbana, escuelas y hospitales.
La presidenta Dilma Rousseff empezó a ser abucheada en los estadios y todo acabó con la vergüenza de aquel 7-1 tristemente simbólico que los alemanes nos clavaron en el alma. Parece hace un siglo, pero fue ayer.
Hubo Copa y hasta se acallaron al final las protestas porque los brasileños acaban apostando por la fiesta, pero en aquel Mundial de fútbol se incubaba ya el huevo de serpiente de la corrupción.
A partir de entonces, la imagen de Brasil empezó a empañarse fuera y a irritarse dentro. Llegaron así las elecciones y la violencia que se había incubado en la Copa apareció con mayor fuerza. Lo que debía haber sido una competición democrática más acabó en un campo de batalla con víctimas por todas partes, y heridas difíciles de curar.
A juzgar por la actitud de los dos mayores partidos que se disputaron las elecciones (PT y PSDB) la guerra sigue en pie con acusaciones mutuas. Si alguien llegara de fuera no sabría distinguir quién ganó las elecciones y quién las perdió. Todos parecen insatisfechos. El Gobierno atrapado por la corrupción parece inmóvil sin arrancar y la oposición con esperanzas de que llegue aún lo peor.
¿Y el Brasil real? ¿Y la sociedad brasileña? ¿Y esos millones de trabajadores que cada día corren a su trabajo honrado y hacen que el país no se paralice? Esos trabajadores, esos funcionarios de empresas públicas y privadas que viven solo de su sueldo, desde el ujier hasta el director, sin ensuciarse las manos con el dinero robado, el Brasil real, aún limpio, que cree que deben existir responsabilidad y honradez en la vida, son los que hacen posible que el país no esté aún en el infierno.
La sociedad brasileña en su conjunto es robusta, está sabiendo reaccionar, rechaza la corrupción y quiere pasar Brasil a limpio
La sociedad brasileña en su conjunto es robusta, está sabiendo reaccionar, rechaza la corrupción y quiere pasar Brasil a limpio.
No quieren para sus hijos el Brasil del poder corrupto. Son millones los jóvenes que no han renunciado a sus sueños de crear su propia empresa, de mejorar su vida, de estudiar más, de ganar la batalla de la vida sin necesidad de vender su alma.
Son esos brasileños los que hacen que, aún pareciéndolo, Brasil no esté aún en el infierno de una crisis sin vuelta atrás. Sigue vivo y libre.
Y será esa sociedad que hoy es más vigilante que ayer y más madura, aunque quizás más irritada a veces, la que obligará al poder a enfrentarse con su propia responsabilidad.
Brasil no es aún Venezuela, ni siquiera Argentina. Las instituciones son fuertes y están funcionando hasta el punto de haber visto a presidentes y directores de las mayores empresas del país detenidos y durmiendo en colchonetas en los pasillos de las comisarías de policía.
La presidenta Rousseff ha asegurado que no dejará piedra sobre piedra; que su Gobierno seguirá investigando “caiga quien caiga”. La oposición le exige que pida perdón al país por los desmanes cometidos durante su primer mandato, sobre todo en Petrobras. Ella responde que si la corrupción está aflorando es porque su Gobierno lo permite al dejar a las instituciones actuar.
La sociedad, en cuyas manos se sostiene el país, está a la espera.
Es ella, al final, la que garantizará que Brasil pueda volver a soñar con el paraíso tras las noches negras del infierno astral. Un infierno, el de los corruptos, que entristece en este momento a los que nutren sueños mejores. Ellos no parecen sin embargo dispuestos a esperar demasiado para realizar esos sueños. Y esa es la raíz que sigue alimentando la esperanza de este país que no se doblega.
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