Si algo ha cambiado en la isla, ha sido por decisión del propio régimen castrista, no por las medidas de presión de EE UU
Comenzaba en Cuba los críticos años noventa y en la calle Ocho de Miami una obra de teatro arrasaba: En los 90 Fidel revienta. La comedia se había llamado antes En los 70 Fidel revienta, y como el enunciado no se cumplía, aquello acabó convirtiéndose en una saga hasta llegar a la puesta en escena, cuando batió todos los récords: la obra duró diez años en cartel, protagonizada por el cómico cubanoArmando Roblán (quien murió el año pasado en Estados Unidos sin ver cumplido su sueño).
En aquellos años el mundo bipolar de la Guerra Fría se convirtió en unipolar y EE UU endureció su política de embargo hacia la isla con leyes como la Torricelli (1992) y la Helms-Burton (1996). Estas normativas hicieron extraterritoriales algunas de las medidas que perseguían el comercio con Cuba y trataban de aislar al Gobierno de Fidel Castro, estrategia política nacida casi con el inicio de la revolución, en 1959, y que —increíblemente— medio siglo después sigue en vigor.
Aquel, pensaban algunos, era tiempo de apretar. Parecía que el socialismo cubano estaba a punto de desaparecer, igual que antes se había desmoronado Europa del Este como un castillo de naipes tras la caída del muro de Berlín (25 años acaban de cumplirse). Hablamos de años tremendos para los cubanos, cuando los apagones llegaron a ser de 14 horas diarias y una epidemia de neuritis, causada por la mala alimentación, afectó a 50.000 personas. Tan convencido estaba entonces Occidente de que al castrismo le quedaba un asalto, que las grandes editoriales se desbocaron: en 1993 apareció Castro's final hour, de Andrés Oppenheimer (Simon & Schuster) y Fin de siècle à la Havane, de François Fogel y Bertrand Rosenthal.
Sin embargo, la hora final de Castro se alargó un pelín (van 22 años de prórroga), y ya puestos a sobrevivir, el comandante no solo lo hizo a la desaparición del socialismo real sino también a su propia enfermedad, una diverticulitis mal curada que estuvo a punto de costarle la vida y dar el gusto a sus enemigos en 2006, pero no.
Hoy la isla no está gobernada por Fidel Castro sino por su hermano Raúl, pero puede decirse que Cuba en esencia sigue siendo la misma, y también que el embargo norteamericano ha sido un fracaso. Si algo ha cambiado en el país —mayores márgenes para la iniciativa privada, apertura a la inversión extranjera, eliminación de las restricciones para salir del país, incluso para los disidentes— ha sido por decisión y conveniencia del propio Gobierno, no resultado de la política de presión estadounidense.
Este hecho incuestionable —y visible desde hace tiempo para todo aquel que no fuera cegato— ahora es aceptado en EE UU por influyentes poderes y personalidades, desde The New York Times a Hillary Clinton. La exsecretaria de Estado recientemente revolucionó la capital del exilio con unas declaraciones, a propósito de la publicación de su reciente libro de memorias, sobre la necesidad de cambiar el enfoque hacia Cuba y acabar con el embargo. Días después, el New York Times se descolgó con un editorial en el que pidió abiertamente a Obama dar un giro de 180 grados a su política y restablecer relaciones con Cuba. El diario calificó el embargo de “insensato”, y a ese editorial se sucedieron cuatro más en el último mes, uno de ellos aplaudiendo la actitud de Cuba en la lucha internacional contra el ébola, otro pidiendo el canje de varios espías cubanos encarcelados en EE UU por un contratista norteamericano preso en La Habana, y el último —el domingo pasado— abogando por el fin de las acciones encubiertas de Washington para promover la democracia en Cuba.
Un largo medio siglo después del comienzo del embargo, cada vez son más (y se escuchan más altas) las voces que piden no aguardar otros 50 años para quitar de escena una obra de teatro tan obsoleta como la famosa En los 90 Fidel revienta.
Mauricio Vicent fue corresponsal de la Cadena SER y EL PAÍS en La Habana entre 1991 y 2011.
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