14 de noviembre de 2014 - 10:00 am -
El cuerpo de Trujillo fue trasladado en uno de los automóviles utilizados en la emboscada, hasta la residencia del general retirado Juan Tomás Díaz, porque la figura clave en la fase política de la conjura, el mayor general José René Román Fernández (Pupo), Secretario de las Fuerzas Armadas, y sobrino político del Generalísimo, había exigido pruebas concretas de la primera acción para ponerse en movimiento
“La fuerza y debilidad de los dictadores consiste en haber establecido un pacto con la desesperación de los pueblos” (George Bernanos) A las 10 de la noche del 30 de mayo, Rafael Leonidas Trujillo Molina estaba muerto. Su cuerpo, bañado en sangre y agujereado por todas partes, yacía en el baúl de un automóvil en la marquesina de la casa de uno de los conjurados. Los hombres que habían planeado y ejecutado la acción pertenecían ya a la historia.
Cumplida la primera y más difícil parte del plan, meticulosamente organizado durante meses, quedaba solo cumplir con la segunda, el apresamiento de los familiares y colaboradores, civiles y militares, del dictador. El cuerpo de Trujillo fue trasladado en uno de los automóviles utilizados en la emboscada, hasta la residencia del general retirado Juan Tomás Díaz, porque la figura clave en la fase política de la conjura, el mayor general José René Román Fernández (Pupo), Secretario de las Fuerzas Armadas, y sobrino político del Generalísimo, había exigido pruebas concretas de la primera acción para ponerse en movimiento.
El cadáver de Trujillo, echado como un fardo en el baúl de un auto, era la más irrefutable de las evidencias. Ahora quedaba por localizar a Román. Las dos horas siguientes, últimas del martes 30 de mayo, resultarían decisivas y modificarían las vidas de los conjurados y sus familias y la de toda la nación dominicana.
Durante los angustiantes e interminables meses de conspiración, la casa del general Díaz se convirtió en el centro de la actividad del grupo. Hacia ella, pues, debían concurrir esa noche las diligencias, esfuerzos y ansiedades.
La confirmación de la noticia llegó primero de labios de uno de los más jóvenes de los conjurados, Huáscar Tejeda, quien no podía dominar su excitación. Detrás de él, con diferencias de segundos, fueron entrando los demás. Desde temprano les esperaban allí por información, Luís Amiama Tió, Miguel Angel Báez Díaz y Modesto, éste último, hermano del general Díaz.
Esa tarde, el teniente Amado García Guerrero, del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo, había llamado para dar la noticia que todos esperaban. El Jefe se proponía ir esa noche a su casa de descanso en San Cristóbal, distante a 26 kilómetros al suroeste de la capital. Los conjurados estuvieron aguardando paciente e inútilmente por esa oportunidad durante días.
Noches antes, como venían haciendo desde hacía tiempo, se habían estacionado en sus tres automóviles en la autopista, a la espera del paso del vehículo del hombre a quien se proponían eliminar. Luego de una vana espera, el grupo se dirigió a la residencia de Antonio De la Maza. De todos, éste es el único que parecía no rendirse a la frustración. -¡Será mañana o cualquier otro día. Qué más da!- dijo a sus ansiosos compañeros.
Manuel Cáceres Michel (Tunti), cuya responsabilidad era conducir uno de los vehículos que tomaría parte en la acción, obtuvo permiso de los demás para viajar esa misma noche a Moca, donde le esperaba su novia. La tarde el día 30, García Guerrero llamó a Pastoriza (Fifí) para decirle que el “hombre” se proponía, salvo algún repentino cambio de planes, trasladarse a su casa de descanso en su ciudad natal, una vez realizara su rutinaria caminata por el Malecón de la avenida George Washington.
Después de una breve siesta tras el almuerzo, el dictador se había cambiado de ropas y puesto un reluciente y bien planchado traje del Ejército Nacional. Trujillo acostumbraba vestirse de militar cada vez que iba a San Cristóbal. Esta era la señal esperada. Desde temprano, como estaba ensayado y venían haciendo, los conspiradores se situaron estratégicamente a un lado de la carretera, frente a la Feria de la Paz con la cual Trujillo había conmemorado, seis años atrás, el 25 aniversario de su ascenso al poder.
No hubo tiempo para llamar a Cáceres Michel a su residencia en Moca. Antonio Imbert fue de los últimos en incorporarse al grupo. En una de las tantas reuniones conspirativas, Salvador Estrella Sadhalá informó una noche, a comienzos del mes de marzo, que había logrado atraerse a otro hombre. De la Maza estalló en un acceso de furia. Añadir a esa altura de la conspiración a otra persona iba en contra de la más elemental regla de la seguridad.
Uno de los peores momentos en todo el proceso de la conjura se produjo esa noche. La unidad del grupo corría el riesgo de quedar afectada, con peligrosas derivaciones personales para cada uno de los implicados. Estrella Sadhalá mantuvo la calma y pidió permiso para revelar la identidad del nuevo asociado: Antonio Imbert. La mención del nombre produjo un sentimiento general de aceptación. La paz volvió al grupo. A pesar de su reciente incorporación, Imbert acariciaba la idea de eliminar físicamente a Trujillo desde hacía tiempo. Esta, en la que estaba involucrada ahora, no constituía de modo alguno su primera experiencia conspirativa contra el dictador.
El fracaso del movimiento clandestino develado en enero de 1960, en el cual se hallaba complicado, y la suerte corrida por los implicados, la mayoría de los cuales había sido asesinado o todavía se encontraba en la cárcel, lejos de frustrarlo fortaleció su decisión.
Imbert se dedicó nuevamente “a buscar una nueva forma” de librar a la Patria del hombre que a su juicio la sojuzgaba. Pero esta vez actuó tomando mayores precauciones. El había logrado salvarse de las redadas organizadas por los servicios de seguridad contra los componentes del movimiento 14 de Junio, pero no podía seguir confiando en su suerte. Creía firmemente que el asesinato de Trujillo resultaba esencial a cualquier otro plan para poner fin a la dictadura. Fue a comienzos de 1961 cuando Imbert entabló alianza con Estrella Sadhalá. Inmediatamente se convenció de que éste era el hombre apropiado para llevar a cabo sus planes.
Imbert le dijo a su amigo que “la única forma efectiva de dar la libertad” al país era matando a Trujillo. Estrella se mostró de acuerdo y aprobó su punto de vista de que se imponía entrar en contacto con otras personas capaces de cooperar en la acción. Entonces le puso en comunicación con los demás, que ya actuaban con el mismo propósito.
Tan pronto como Imbert trabó contacto con De la Maza y su gente, en marzo, se integran dos grupos. El primero, de ocho personas, debía consumar el atentado. El segundo se encargaría de poner en movimiento la otra fase, consistente en el establecimiento de un gobierno provisional, que habría de auspiciar elecciones democráticas en un plazo prudente.
El general Juan Tomás Díaz y el secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general José René Román Fernández serían responsables de poner en funcionamiento esta última fase. Para hacer posible la primera, debían utilizar tres automóviles.
El primero se estacionaría en la Avenida del Malecón, en los alrededores de la Feria de la Paz, “con cuatro hombres debidamente armados”. Era esencial que este grupo lo constituyeran personas que no se dejaran dominar por los nervios.
Tenían, además, que estar dispuestas a morir “si fuese necesario”, recordaría Imbert. Los otros dos automóviles, con dos hombres cada uno, igualmente armados “y dispuestos a pelear”, se ubicarían más adelante, en la Autopista. Una vez eliminado Trujillo, tenían que llevarles pruebas de ello a Román y al general Díaz. Estos se habían comprometido a actuar sólo si podían ver con “sus propios ojos al tirano apresado o muerto”.
Superado este inconveniente y desaparecido el peligro de la presencia del hombre que regía a la nación desde 1930, los conjurados se proponían entrar al Palacio Nacional, para consumar la segunda etapa del plan “sin mayor derramamiento de sangre”. No dispondrían de mucho tiempo, lo sabían. Mientras se apoderaban del Palacio, personas ya ubicadas y reconocidas por su “seriedad” y oposición al régimen, debían ser instaladas como integrantes de un nuevo gobierno cívico-militar, para poner en marcha el proceso de transición que debía conducir a la celebración de elecciones libres.
Entre tanto, Estrella e Imbert, acompañados del personal requerido, cumplirían la misión de trasladarse a la penitenciaría de La Victoria para poner en libertad a todos los prisioneros políticos. Este era, a grandes rasgos, el plan acordado por los conspiradores y que Imbert detallaría en un documento que redactaría tres noches después, al iniciar una vida de prófugo que se prolongaría por seis meses.
Determinado el objetivo, el primer problema a resolver se relacionaba con la forma de conseguirlo. Trujillo acostumbraba ir los martes y jueves a su finca en San Cristóbal, por lo regular en la noche. Aquel martes parecía la mejor oportunidad. La autopista ofrecía un excelente escenario para llevar a cabo tan temeraria acción.
La estrecha amistad de Estrella con oficiales de la Guardia personal del Jefe, permitió superar la dificultad que presentaba obtener con la anticipación necesaria, algunos detalles de los movimientos de éste, previos al día de la ejecución. Estrella no tuvo mayores problemas para obtener el consentimiento de un joven oficial de la escolta de Trujillo, el teniente Amado García Guerrero. Como los demás, el correcto oficial tenía razones personales para desear quitarle de en medio. Una prohibición oficial había frustrado recientemente su matrimonio y él no podía olvidar esa afrenta.
Eran los conjurados todos hombres muy distintos, ligados por el vínculo común de su rechazo al dictador. En alguna época, cada uno de ellos había estado asociado al régimen y disfrutado de los privilegios que ello significaba. Ahora se proponían cada cual guiado por su propia y fuerte motivación personal, dar muerte al tirano.
Los detalles de cómo iba a ser emboscado Trujillo estaban aprobados desde mediados de marzo. Pero la oportunidad de ponerlos en práctica parecía ir alejándose. La tensión fue destruyendo los nervios del grupo. Como ocurrió varios días antes, el aviso del teniente García Guerrero a Pastoriza podía resultar en otra vana espera en el malecón.
Después que el teniente García Guerrero avisara al ingeniero Pastoriza acerca de la intención de Trujillo de trasladarse esa noche a San Cristóbal, el grupo se dirigió a un punto de reunión acordado. Desde las ventanas de la residencia de Estrella Sadhalá, la número 21 de la calle Cabrera, del sector Gazcue, cuatro de los miembros del grupo de acción decidieron esperar por la confirmación del detalle que los moverían a ponerse, como otras tantas veces, en movimiento.
De la Maza, García Guerrero, Estrella e Imbert podían ver perfectamente el paso de la comitiva que acompañaría a Trujillo para su caminata habitual por el Malecón. Los cuatro saltaron de excitación cuando observaron de lejos a Trujillo, caminando, descender la Avenida Máximo Gómez, seguido de una larga hilera de colaboradores civiles y militares. Mirando a través de la ventana con catalejos, Imbert distinguió, a pesar de la naciente oscuridad, las vestiduras militares el hombre a quien se proponían eliminar. Pasó el dato a sus tres compañeros parados en frente e inmediatamente se dirigieron a los puestos acordados en la Avenida George Washington.
Comprobaron la hora. Eran aproximadamente las siete de la noche. Como estaba convenido, dos de los autos se situaron unos tres kilómetros al oeste en la carretera. Uno de ellos estaba ocupado por Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño. El otro únicamente por Pastoriza. La misión de este grupo consistía en darle alcance al carro de Trujillo en la eventualidad de que sus otros cuatro compañeros –Imbert, De la Maza, Estrella y García Guerrero-, que esperaban más atrás por el paso de su víctima, no pudieran situarse, por cualquier circunstancia, delante de aquel. Ellos tendrían entonces que actuar en su lugar. Se separaron y quedaron a la espera.
Imbert conduciría el primer automóvil, un Chevrolet negro modelo 1958 de Antonio De la Maza, quien se sentaría a su derecha. Detrás, del lado derecho, estaría el teniente de la Guardia Presidencial. Estrella no haría en el otro extremo. La espera parecía interminable y alguien planteó la conveniencia de una nueva retirada para evitar sospechas innecesarias.
De pronto vieron pasar frente a ellos, a mediana velocidad, el Chevrolet Bel Air, azul celestre, modelo 1957, que llevaba a Trujillo a su finca. Pese al color de los vidrios, pudieron determinar que sólo dos hombres ocupaban el auto. El Jefe parecía distraído con la vista al frente en la parte derecha del sillón trasero. El capitán Zacarías de la Cruz conducía tranquilamente, ajeno por completo a lo que les esperaba.
Eran exactamente las 9:45, cuando los cuatro abordaron apresuradamente su coche, en persecución del hombre más poderoso de la nación. Al llegar a las proximidades de la Feria Ganadera, lograron darle alcance y colocarse detrás. La marcha continuó hasta un poco más adelante. Unos trescientos metros más allá de un punto iluminado, Imbert pisó el acelerador y le pidió pase al auto delante del suyo mediante un cambio de luces.
El chofer de Trujillo movió el coche hacia un lado e Imbert logró situarse paralelo al tiempo que daba orden de abrir fuego. El plan era concentrar los disparos hacia la ventanilla del conductor, con el propósito de capturar vivo a Trujillo. De la Maza y García Guerrero dispararon los primeros, sin dar en el blanco. Zacarías de la Cruz detuvo bruscamente el auto y el coche persecutor pasó rápidamente delante del suyo. Imbert giró en redondo un poco más adelante y avanzó hacia su blanco. A una distancia que él calculó entre quince o veinte metros, sintió el fuego de ametralladora proveniente del vehículo de Trujillo. Imbert frenó y los cuatro ocupantes salieron. Imbert y De la Maza avanzaron hasta ponerse en la parte delantera de su auto, mientras el teniente García Guerrero y Estrella Sadhalá disparaban, protegiéndose, desde la parte trasera.
Durante un lapso que Imbert calculó después entre “tres y cinco minutos”, continuó el intercambio de disparos. Imbert notó que estaban haciendo sonar la sirena del auto de Trujillo y concentró entonces sus disparos hacia el lado del conductor.
De la Maza le dijo que la acción se estaba dilatando mucho y había que terminar de una vez. Imbert asintió y arrastrándose se acercó a sus otros dos compañeros para decir que él y De la Maza se proponían llegar hasta el otro coche y que debían cubrirlos. Uniendo la acción a las palabras, De la Maza rodeó el vehículo para acercársele por detrás, mientras Imbert hacía otro tanto por delante. En tanto sus dos compañeros intensificaban el fuego.
Desde su nueva posición, De la Maza comenzó a disparar e Imbert pudo escuchar perfectamente gritar: -¡Tocayo, va uno para allá! Imbert sintió una ráfaga de proyectiles zumbar cerca de él mientras una figura gruesa salía hacia la parte delantera del carro atacado. Por el grito y el metal de la voz supo de inmediato que era Trujillo y que estaba herido. El cuerpo avanzó unos pasos en dirección suya y cayó al suelo, como a tres metros de donde él se encontraba, en medio del pavimento. El cuerpo de Trujillo estaba boca arriba, con la cabeza en dirección a Haina. No se movió más.
Los otros dos automóviles habían logrado llegar al lugar en plena emboscada. Cedeño, que ocupaba el primero de ellos, resultó herido en la refriega. Los demás lo ayudaron a entrar al de Imbert, mientras decidían qué hacer con el cadáver. De la Maza creyó que el chofer de Trujillo, al que habían logrado herir, había escapado internándose en los matorrales vecinos a la carretera.
Apremiados por el tiempo, introdujeron el cadáver de Trujillo en el baúl del primero de los autos y emprendieron el regreso a la ciudad. Uno de los tres carros –el Mercury conducido por Pastoriza-, había quedado abandonado en la carretera, cerca del de Trujillo, debido al pinche de un neumático. En el primero de los dos carros, conducido por Imbert, llevando en el baúl la valiosa carga, estaban De la Maza, Estrella Sadhalá y Cedeño, quien sangraba profusamente. Detrás, en el otro auto –un Oldsmobile de Antonio de la Maza, le seguían Pastoriza, Tejeda y el teniente García Guerrero. Imbert dobló hacia la izquierda al llegar a la esquina de la Cervecería Presidente y salió, en dirección este, por la carretera Sánchez.
Al llegar al edificio de la Lotería, en la Feria de la Paz, giró hacia el norte para entrar a una pequeña vía que servía de atajo para conectar con la Avenida Angelita (hoy Sarasota). Allí el grupo pensaba detenerse en una vivienda para hacer una llamada al general Juan Tomás Díaz. Al encontrar la casa cerrada, se dirigieron, más arriba, en la Bolívar, hacia el centro de la ciudad, hasta llegar a la Calle Pasteur, donde vivía el general Díaz. Una vez allí, Imbert se estacionó en un lado oscuro del patio, donde había varios automóviles. Salió del auto e intentó dirigirse a la casa.
Uno de varios hombres que aguardaban en el patio, al notar el estado de las ropas de Imbert al pasar éste por un área alumbrada, le recomendó que no entrara pues “tenía toda la ropa llena de sangre”. Imbert se dio cuenta entonces que varios fragmentos se le habían incrustado en el lado izquierdo del pecho, uno de los cuales logró perforarle una vena. También tenía una herida en el brazo izquierdo y otra en la rodilla. Imbert retrocedió y se paró al lado de su automóvil. Notó que el teniente García Guerrero estaba también herido en una pierna. El oficial le dijo que Cedeño, alcanzado por dos balazos, requería atención médica urgente. Estrella y Tejeda regresaron al patio con instrucciones de llevarles a curar.
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