Con mis ojos
Mirada a una situación social por la construcción de ciudadanía, el desarrollo institucional y el bienestar general. Respeto extremo al derecho a la intimidad y el buen nombre de las personas. Huye a las rutinas opinativas, a los ruidos mediáticos. Rehúye al sensacionalismo. Consciente de que la asepsia ideológica no existe, promueve el disenso, la crítica constructiva, sin descalificaciones.
A mediados de los noventa del siglo XX, un periodista se sentía un héroe tras descubrir y publicar en un medio nacional las andanzas de un dominicano que había llegado por primera vez desde USA a un municipio del suroeste de la frontera y, en cuestión de días, se convirtió en el dios más venerado.
Como una telenovela de hoy, el tipo lo compraba todo –sirviera o no-- a precios irresistibles, sobre todo para los muy pobres; les llevaban a las jovencitas a sus pies. Mientras libaba los mejores vinos, celebraba orgías a la vista de sus sirvientes locales e importados. Muchos pulseaban por desfilar ante su “shailon” a presentar sus ofrendas de niñas para que le acariciaran su cuerpo. Regalaba carros y aupaba candidatos, a quienes socaliñaba donaciones en sus momentos de malhumor. Empleaba personas aunque no las necesitara; depredaba manglares. Se ufanaba de celebrar actividades deportivas internacionales y llenaba con su publicidad las páginas de periódicos donde lo presentaban como doctor filántropo, “hijo de Pedernales”. Cual institución, en la capital montaba espectáculos a casa llena para reconocer “personalidades” provincianas y capitalinas. En toda la provincia, ninguna autoridad osaba guiñarle un ojo como reproche; él era la autoridad…
Un día, el periodista, orondo por la denuncia que había hecho sobre tal tragedia con careta de paraíso, miró hacia atrás y se descubrió en medio de una soledad terrible. Casi todo el pueblo apoyaba rabiosamente al nuevo dios, y el resto estaba tan indiferente que parecía cómplice. Y vio que los muy bien pagados asesores de tal actor, al mismo tiempo daban cátedras mediáticas de ética y honradez.
Esa historia se repite sin parar cada segundo en todo el territorio nacional, comenzando por las principales ciudades. Y tiene su raíz en Mister Dinero y el tipo de sociedad perversa construida por los indolentes y farsantes que han vivido bajo la sombrilla de las mafias y, sin embargo, visten impermeables de decoro.
La industria de la droga mueve cada año US$300,000 millones, según datos de la Oficina de Drogas y Crimen Organizado de Naciones Unidas. Y, conforme al diario español El Economista, si la “joya de la corona de los negocios ilícitos” fuera un país, el PIB de este mercado negro estaría en el puesto 21, justo después de Suecia.
Exactamente pasa lo mismo con la corrupción. Hace tanto o más daño que la cocaína y la heroína, y sus redes invisibles, tan largas como la cola de un cometa, jamás son mediatizadas. No se atreven porque se mancharían muchas familias publicitadas como honorables.
La visibilización de un solo corrupto o un narco sabe a entretenimiento. No más.
Así, el veneno del narcotráfico y la corrupción pública y privada van camino a ser un deporte nacional. Ninguna solución de fondo a la vista mientras relativicen estos males, agarren “el rábano por las hojas” y crezca la plaga de hipócritas que ya nubla el panorama.
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