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PARAQUENOSEREPITALAHISTORIA .Para los interesados en el tema y los olvidadizos de sus hechos, aquí están para consultar múltiples artículos escritos por diversas personalidades internacionales y del país. El monopólico poder de este tirano con la supresión de las libertades fundamentales, su terrorismo de Estado basado en muertes ,desapariciones, torturas y la restricción del derecho a disentir de las personas , son razones suficientes y valederas PARA QUE NO SE REPITA SU HISTORIA . HISTORY CAN NOT BE REPEATED VERSION EN INGLES

martes, 18 de febrero de 2014

Carta de hijo de Pablo Escobar a las victimas de su padre

Hijo del más importante narco colombiano cuenta su vida.
 Sebastián Marroquín reflexiona sobre lo que vivió al lado de su padre, Pablo
  Escobar Gaviria; “siento una profunda amargura de que México esté repitiendo casi literalmente esta historia”, dice.
El hijo del narcotraficante colombiano decidió tomar un camino diferente al  de su padre.
"El primer coche bomba de Colombia explotó en mi casa", recuerda Sebastián.
 El 10 de diciembre se estrenó en Colombia el documental "Pecados de mi padre",
  dirigido por Nicolás Entel (a México llegará en 2010). Es la primera vez que, tras 15 años de exilio en Argentina, acepté romper mi silencio y contar  mi vida junto a mi padre, Pablo Escobar, el más importante narcotraficante colombiano de los últimos tiempos.

 Son muchas las razones que tuve para salir ahora a la luz pública. Con mi
  largo silencio quise mostrar mi respeto absoluto a las víctimas de mi padre, a todo mi país. Aproveché este largo tiempo para poder encontrarme a mí  mismo como persona, en busca de una propia identidad y sabiendo que nada crece bajo la sombra de un gran árbol como la de mi progenitor. Elegí y  decidí, humildemente, reinventarme como ser humano y estudié dos carreras universitarias: soy arquitecto y diseñador industrial. Me preparé por años  para la construcción de sueños, no para la destrucción.

 Con dolor he aprendido a separar al padre del Pablo Escobar que recuerda la
  mayoría. Jamás podría renunciar al amor que como hijo le profeso, pues además lo recuerdo siendo un padre que me cantaba las canciones de Topo Gigio y me inventaba cuentos para dormirme, me enseñó a jugar al futbol, a montar en bicicleta, en moto y hasta en elefante. Me enseñó a ser un hombre  de palabra, decía que la palabra era un contrato. Lo acompañaba a los barrios marginales a donar decenas de canchas de futbol y polideportivos, vi  cómo crecía su proyecto de construir 5,000 viviendas equipadas para regalarle a estas familias que vivían en el basurero municipal de Medellín y restaurar así la dignidad de las clases que nos negamos a reconocer aún hoy en la sociedad. Fue además un gran maestro de lo que no debemos hacer y es  así como lo recuerdo a diario frente al espejo, debatiéndome en un duelo permanente de sentimientos explosivos y contradictorios que estoy obligado a  enfrentar, buscando encontrar un equilibrio y una paz que respete la dignidad de todos sin excepción.

 No es fácil, aprendí que el odio mantiene a muchos atados al pasado, y
  perpetúa infinitamente el dolor generado por el victimario hasta enfermarnos de violencia.

 Por ello busqué una reconciliación y un perdón público ante los hijos de las
  víctimas más prominentes de mi padre, Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán. Un Ministro de Justicia que se atrevió a denunciar públicamente la  infiltración del narcotráfico en la vida política de Colombia, y un líder reformista seguro ganador de las elecciones presidenciales de 1990.

 Además de ellos pido aún hoy perdón a cada uno de los 44 millones de
  colombianos víctimas de la violencia generada por mi padre. Es una larga
 lista, que tristemente no excluye a nadie: policías, jueces, políticos,
  periodistas, narcotraficantes y cientos de inocentes transeúntes que ni  siquiera osaron enfrentarlo, pero que estuvieron en el lugar y el momento  incorrecto cuando explotaban sus bombas indiscriminadamente.

 Como su familia, no nos fue ajena esa violencia ni logramos escapar de ella.
El primer coche bomba de la historia de Colombia explotó en mi hogar un 13  de enero de 1988 a las 05:13 horas. Allí nos encontrábamos con mi madre Victoria Eugenia, quien tenía 28 años, mi hermanita Manuela, con escasos  meses de edad, todavía no tenía ni siquiera la posibilidad de declararse inocente por no saber hablar aún. Yo tenía 11 años. Mi padre tenía para  entonces un enorme poder económico y militar. Cuando vio la foto de la cuna donde dormía su hija durante la explosión que destruyó los vidrios de todas  las viviendas de Medellín en un kilómetro a la redonda, enloqueció de violencia y respondió con ferocidad. Una sola bomba contra su familia lo  hizo ordenar la explosión de más de 200 bombas por todo el país hasta casi lograr la claudicación de todos los poderes del Estado frente al poder del  narcotráfico. Estábamos todos ciegos y aturdidos en ese ambiente hostil.
 Aprendí que la vida es un búmeran, que los actos violentos generan una  violencia cada vez mayor y desenfrenada, llevándonos hacia una espiral
 inconmensurable de maldad que luego es imposible detener, salvo por nuestra
  propia e íntima voluntad. Así corren aún hoy en Colombia ríos de sangre que tiñen de odio, maldad, tristeza y desazón a la sociedad. Solemos olvidar la  historia, y por ello es que siempre se repite, pues insultamos así el  precioso legado de las experiencias de la vida. Colombia ya era violenta  antes del nacimiento de Pablo Emilio Escobar Gaviria.

La carta más difícil que escribí en mi vida fue para los hijos de aquellos
  líderes que prometían rescatar el país y que murieron junto a la esperanza  de muchos. Allí les dije a sus hijos en la misiva enviada a principios de  2008 que “… Comprendo que nací en un ambiente fértil para la violencia, pero  el legado de nacer en un ambiente tan hostil no podría ser otro distinto al  de la búsqueda de la paz. Noquiero repetir la historia”. Recordé que “mi  padre con su violencia obligó a muchas familias a exiliarse, principalmente a las suyas, ignorando que con ello se estaba también gestando  subrepticiamente el exilio de sus seres más queridos”. Quiero tener un hijo,  pero no le dejaré por ello un testamento de violencia.

 Tengo el honor de estar casado con una mujer mexicana, que tiene un coraje
  que haría palidecer a cualquier guerrero, parafraseando a Gandhi. Ella me ha  enseñado mucho sobre esas lindas y sabias tierras. Me ha acompañado en los  más pétreos caminos. Es mi gran amor y así también lo es México para mí.

 Adoro las rancheras y me atrae el tequila. Pero me entristece ver lo que
  estoy observando desde el lejano Buenos Aires, pues se parece mucho a la  primera parte del documental "Pecados de mi padre".

Siento una profunda amargura de que México esté repitiendo casi literalmente
  esta historia, aquella de la que tanto me cuesta aún hoy hacerme cargo.

 Siento que la película que hoy están viviendo mis compadres mexicanos, es
  la misma que yo viví en Colombia exactamente en 1984, a mis siete años de  edad, cuando mi padre decidió por cuenta propia mandar a asesinar al  entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (Q.E.P.D.).

 De ahí en más, mi país vivió una violencia sin precedentes. Ese día mi
  familia se desmembró para siempre, mi padre pasó luego toda su vida en la  clandestinidad, el hogar por él construido no existió más. Por eso me decidí  a participar en este documental y a romper el silencio sepulcral que mantuve  16 años después de su muerte, porque he vivido en carne propia el horror de  una violencia sin par que no quiero para Colombia, para México ni para  ninguna nación del planeta. Fui testigo, al igual que mi país, de una guerra sin cuartel del narcotráfico contra el poder del Estado que no ganó nadie,  pues sólo quedamos como mudos testigos los miles de huérfanos y viudas de  todas las esferas de la sociedad. La violencia no discrimina.

 Comprendí que aun en las más segregadas familias –como la nuestra– hay
  padres, hijos, hermanas, abuelos, etc. Ahí también hay sentimientos por  encima de lo machos que pretendamos ser ante otros en la vida. Veo en mi  esposa a diario el fiel reflejo del tesón del pueblo mexicano. Respeto la  dignidad de cada persona y no distingo entre uniformes o nacionalidades,  sólo veo a ciudadanos de la raza humana y a nadie más. Sólo veo a hombres  con su voluntad de sobrevivir en un ambiente donde las oportunidades sonescasas y donde el hambre abunda, así como los deseos de brindarle la mínima  dignidad a nuestros seres más queridos. Algunos están dispuestos a matar  para no vivir en la indigencia, pero no puede haber excusa válida para  generar violencia hacia nuestros hermanos a costa de nuestras necesidades o  ambiciones personales.

 En Medellín, mi ciudad natal, la presencia de la arquitectura y el urbanismo
  aplicado desde el Estado ha comenzado a aportar ejemplos de exportación de  estas ideas para el mundo como una esperanza de paz para brindar dignidad,  seguridad, cultura y oportunidades a los más marginados.

 Creo en la arquitectura como una herramienta capaz de transformar la
  realidad a partir de hechos arquitectónicos concretos. Es definitivamente  una herramienta eficaz para la paz.

Por ello no me dedico a la política.

 En nuestra vasta familia latinoamericana solemos heredar las virtudes y los
  pecados de nuestros padres, y es bajo esta excusa que vivimos por décadas  enfrascados en unos círculos de violencia y venganzas generacionales que se  repiten incesantemente. Yo no fui ajeno a esto, de hecho, al enterarme de la  muerte de mi padre, a mis 16 años, caí en esos círculos y armado de ira e  intenso dolor amenacé públicamente con matar a quienes habían dado muerte a  mi padre.

 Sin embargo, ahora agradezco a Dios que 10 minutos después me hizo  reflexionar y transformar el odio para no perpetuar este aparente  estilo de vida que –les aseguro– es más de sufrimientos y de  persecuciones que de placer.

 Un ejemplo? Un día la policía dispuso, sin saberlo, un control rutinario en
  alguna calle de la ciudad justo frente a la casa donde yo me escondía con mi  padre. Ese control policial comenzó un domingo y duró siete días frente a  nuestro escondite. Se nos terminaron los víveres y estábamos solos pero  rodeados de millones de dólares. Aguantamos hambre mientras comprendí que el  dinero del narcotráfico no servía para nada si no te podías comprar siquiera  una libra de arroz con él.

 La muerte de mi padre no afectó en absoluto el tráfico de drogas en el
  planeta, la violencia y las drogas ya estaban afincadas en Colombia y en el  mundo antes de su nacimiento, y siguen lamentablemente estando aún hoy,  hasta que elijamos perdonarnos unos a otros desde nuestras más íntimas  fibras.

 La guerra consume y derrocha inconmensurables recursos humanos y públicos.
  Distintos países y los enemigos de mi padre gastaron más de 3,000 millones  de dólares para perseguirlo a él y su organización. Mi padre usó toda su  fortuna para la guerra y para defender sus intereses, y lo que queda de ella  está destruido por completo o en manos de las más diversas autoridades.

 Miles de millones de dólares que podrían haber sido gastados para asegurar
  salud, educación y un futuro mejor y más digno para el pueblo colombiano.

 La paz, en cambio, es gratis!, pues sólo se requiere de nuestra humana
  voluntad de hacerla.

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