El presidente demócrata lanza en su discurso del adiós un alegato por la inmigración, la creatividad y la igualdad de oportunidades como baluartes ante los totalitarismos
Barack Obama se despidió el martes de los estadounidenses alertando de las amenazas que se ciernen sobre la democracia, advirtiendo de que esta “corre peligro cuando se la da por segura”, que se rompe “si se cede al miedo”. En un largo discurso en Chicago, a punto de dejar la Casa Blanca a un sucesor que ha agitado el nacionalismo blanco, repasó las heridas que aún supuran en América -la raza, la desigualdad- y reivindicó la inmigración y la innovación como baluartes del espíritu americano.
“Es ese espíritu el que nos ha hecho una potencia económica, que nos hizo despegar de Kitty Hawk y Cabo Cañaveral; el espíritu que cura enfermedades y pone un ordenador en cada bolsillo”, ensalzó el 44 presidente estadounidense; el mismo espíritu, continuó, “que nos permitió resistir al fascismo y la tiranía durante la Gran Depresión”. Sin citarle, el discurso estuvo plagado de referencias a Donald Trump, quien en nueve días asume la presidencia y quien, entre otras cosas, ha prometido mano dura con los migrantes o defendido la vuelta de la tortura. “Si declinamos invertir en los hijos de los inmigrantes solo porque no se parecen a nosotros”, advirtió, “reducimos las posibilidades de nuestros hijos”.
Fue en estas calles donde vi el poder de la fe, la dignidad silenciosa de los trabajadores ante la lucha y la pérdida
Cada presidente se retira a su manera. Si Reagan o Clinton lo hicieron en el Despacho Oval, mediante un mensaje televisado; y George W. Bush optó por el salón Este de la Casa Blanca, con unas decenas de acompañantes; Obama ha querido hacerlo con un baño de masas, su hábitat natural, y en el lugar que lo encumbró, entre aplausos y ovaciones.
Cientos de personas hacían cola desde la mañana para encontrar un buen sitio en el palacio de convenciones donde se celebró el acto, pese a lo lluvioso del día y que la temperatura exploraba la zona bajo cero. Obama es un hombre de Chicago, no por nacimiento o adopción, sino sobre todo por convicción. En el activismo de los barrios fundó la base de su política, un idealismo pragmático, aunque también emocional, de resultados imperfectos. El sí se puede (yes, we can), hasta donde se pueda.
“Ha sido el mejor presidente de la historia, se encontró una economía hundida y la rescató, ha impulsado lo más lejos hasta ahora una sanidad para todos”, decía Siri Hibbler, mientras aguardaba a escuchar su último discurso.
Barack Hussein Obama (Honolulu, Hawaï, 1962) se va después de ocho años al mando del país más poderoso del mundo. Primer presidente negro de Estados Unidos, solo por ello ya ha hecho historia. El resto de su huella, la de su Gobierno, se podrá juzgar dentro de unos años, más que basándose en la victoria electoral de Trump, que se ha presentado como su antítesis en fondo y forma. Admitió que aún queda mucho trabajo por hacer, en la distribución de la riqueza o en la convivencia: “Después de salir elegido, se habló de una América post-racial. Esa visión, aunque bienintencionada, nunca fue realista. La raza sigue una fuerza potente y divisiva en nuestra sociedad”.
La raza sigue una fuerza potente y divisiva en nuestra sociedad
La violencia y las tensiones raciales en Chicago, la ciudad en la que hablaba, recuerdan todo ese trabajo pendiente. También deja asignaturas en otro terrenos. Su gran reforma, la sanitaria, es muy incompleta, no ha podido sacar adelante la migratoria, ni reducir las desigualdades o enterrar la amenaza del terrorismo del ISIS. Aun así, Obama sacó pecho por su obra: “Si os hubiese dicho hace ocho años que América se recuperaría de una gran recesión, que lograríamos el mayor periodo de creación de empleo de la historia… […] que quitaríamos de en medio al cerebro del 11-S, que lograríamos el matrimonio igualitario…” Y el público se venía abajo. Cuando se emocionó, al dirigirse a su esposa, Michelle, también.
Seductor de masas, volvió a su cuna política para despedirse y no podía sino echar mano de esos orígenes para explicarse a sí mismo, recordando el trabajo en los barrios y en las parroquias, en los discursos acalorados en las zonas más duras de Chicago. “Fue en estas calles donde vi el poder de la fe, la dignidad silenciosa de los trabajadores ante la lucha y la pérdida. Aquí es donde aprendí que el cambio solo ocurre cuando la gente normal se involucra, se compromete, y se une para reclamarlo”, enfatizó.
Lanzó mensajes a Trump. Defender la democracia, advirtió, requiere algo más que el Ejército. Por eso “hemos acabado con la tortura, trabajado por cerrar Guantánamo”, por eso “rechazo discriminar a los estadounidenses musulmanes”, recalcó, cuestionando así algunas de las ideas que el republicano ha planteado. El encendido alegato por el mestizaje y la solidaridad se da de bruces con América en la que la clase trabajadores se siente descolgada de la riqueza, y con una esfera política, sobre todo en Europa, donde nacionalismo y populismo están ganando terreno.
Casi expresidente, rechazó el pesimismo. “Seguimos siendo el país más rico, poderoso y respetado de la tierra. Nuestra juventud y nuestra dirección, nuestra diversidad y apertura, y nuestra ilimitada capacidad para la reinvención nos dice que el futuro debería ser nuestro”. La democracia, en su ideario progresista, tiene que ver con la "solidaridad", no con la "uniformidad". Dijo adiós con el lema que en 2008 le llevó al triunfo y que recorrió el mundo: "Si, se puede", dijo, "sí, lo hicimos", continuó, “sí, se puede”. Hasta donde pudo.
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