Mario rivadulla
A solo tres meses y medio de las
elecciones presidenciales, ya ha comenzado otra guerra paralela al activismo
político: es la de las encuestas. Estas
podrán diferir en cuanto a las preferencias del electorado y los números que atribuyen a cada uno de los candidatos
en una contienda que ya luce polarizada entre el Presidente Danilo Medina a la
búsqueda de un nuevo período de gobierno y el licenciado Luis Abinader, que si
no la totalidad, ha logrado sumar a su proyecto el apoyo de varias
organizaciones oposicionistas.
Ahora bien, en lo que todas las encuestas
muestran coincidencia es al identificar los principales motivos de preocupación
de la ciudadanía. Tres encabezan la
lista: el auge de la criminalidad; el costo de la vida y el desempleo. De hecho, se presentan en ese mismo orden.
No tienen, pues que esforzarse en demasía
los estrategas de campaña de ambos candidatos para diseñar los programas
respectivos de gobierno y ofertas de campaña.
Basta con que hagan énfasis en estos tres puntos que relegan todas las
demás posibles causas de inconformidad que se sitúan muy por debajo de esos,
desde el sempiterno de la electricidad hasta la no menos persistente crisis
hospitalaria. Y esto incluye el de la
corrupción, tan manoseado por la oposición,
pero que no ha podido calar lo suficiente para convertirse en tema
central del discurso político y el interés prioritario de la ciudadanía.
Lo que ocurre es que la gente se guía por
sus requerimientos inmediatos. De ahí,
la importancia que cobra elevar los niveles de seguridad ciudadana que aún
superiores a los de otros países de la región como Honduras, México o
Venezuela, por citar solo tres casos, salen muy mal parados cuando se comparan
con los que prevalecían en el nuestro años atrás, cuando el narcotráfico apenas
asomaba su garra; el sicariato era una figura inexistente y la delincuencia
menor ni estaba armada ni mostraba la agresividad y violencia que la acompañan
al presente.
Así pasa también con el costo de la vida
que para la mayoría de los dominicanos que trabajan y reciben ingresos insuficientes para cubrir sus mínimas
necesidades se convierte en un ejercicio permanente de malabarismo económico,
mientras que para ese treinta y cinco o cuarenta por ciento que se enmarca
entre los límites de la pobreza, en un
auténtico milagro de sobrevivencia.
La falta de empleo, que se estima anda de
ronda por el 15 por ciento, se torna más angustiosa y crónica en el caso de la
juventud donde la tasa de desocupación laboral se eleva al doble del
promedio general y constituye una de las principales causas del auge de la
delincuencia a edades tempranas.
Incidentalmente, en este sentido, el
padre Luis Rosario, Coordinador de la Pastoral Juvenil de la Iglesia Católica,
llama la atención al hecho de que nuestros jóvenes están desamparados, crecen y
se desarrollan huérfanos de valores morales y cívicos. El laborioso sacerdote atribuye acertadamente
esta situación, sobre todo, a la crisis
de la institución familiar en nuestro país, donde es cada vez más evidente la
desintegración de los hogares. Bastaría
tomar como evidencia el hecho de que hay más de un millón de madres solteras,
en buena parte adolescentes; un escandaloso índice de paternidad irresponsable
de “si te he visto no me acuerdo” y una elevada tasa de matrimonios que se
divorcia antes de los cinco años.
Pero estos temas, lamentablemente, pese a
su gravedad, ni figuran en las encuestas, ni en los programas de los partidos, ni
al parecer la ciudadanía toma conciencia de su enorme importancia.
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