Fue Mao Tse Tung (Shaoshan, Hunan, 26 de diciembre de 1893-Pekín, 9 de septiembre de 1976), fundador de la República Popular China -el 1 de octubre de 1949- quien lo dijo
Fue Mao Tse Tung (Shaoshan, Hunan, 26 de diciembre de 1893-Pekín, 9 de septiembre de 1976), fundador de la República Popular China -el 1 de octubre de 1949- quien dijo (o dicen que dijo):”El que tiene las armas tiene el poder”. Mao nació en el seno de una familia campesina rica; se tituló de profesor de escuela primaria, luego asistió a la universidad en Pekín. A los 27 años de edad y subsiguientes viajó por su enorme país para conocerlo. Su madre era devota budista, pero él militó en el Partido Comunista y afirmaba convencido que “el marxismo salvará a China”, que durante siglos fue mal gobernada por emperadores.
Para hacerles comprender a mis alumnos de preparatoria la enseñanza que conlleva la frase de Mao, les ponía este ejemplo: “Imagínense una sucursal bancaria. Frente a las ventanillas hay filas de personas bien vestidas, con cheques, facturas o dinero en las manos; son empresarios, comerciantes, profesionistas, maestros, etcétera. En eso entran dos pelafustanes analfabetas que no se han bañado en semanas, pero cargan ametralladoras y al grito de “¡Esto es un asalto”!, disparan y ordenan que todos se tiren al suelo. Inmediatamente les obedecen, llenos de miedo. (“El que tiene las armas tiene el poder”, como dijo Mao).
Hay poderes legítimos sustentados con las armas. Es el caso de los presidentes de la república y los reyes, jefes de estado que tienen bajo su mando ejércitos, de los cuales son cabeza, según las constituciones de sus países. Hasta el Papa tiene un ejército -simbólico por el número de sus integrantes y pintoresco por sus uniformes de gala-: la Guardia Suiza. Pero los ejércitos están integrados por individuos cuya lealtad primordial es a la Patria, a las leyes que la rigen y a sus gobernantes, presumiendo que éstos abrigan iguales sentimientos y que trabajarán por el bien y prosperidad de sus pueblos, sin importar sacrificios.
Pero la historia registra gobernantes ambiciosos y egoístas que han utilizado a sus ejércitos para agredir a enemigos inventados, expandir sus territorios a costa del de sus vecinos o sojuzgar a sus propios pueblos. Adolfo Hitler, cuando gobernó Alemania (de 1934 a 1945) exigió a sus soldados que hicieran este juramento: “Juro por Dios este sagrado juramento, que yo debo obediencia incondicional al líder del Imperio y pueblo alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de la Wehrmacht, y que como un valiente soldado, estaré preparado en cada momento para defender este juramento con mi vida”. Hitler ordenó muchos suicidios. Y ni en Dios creía.
En nuestro Continente Americano han surgido muchos dictadores mantenidos en el poder por la incondicionalidad de sus ejércitos. A bote pronto vienen a la memoria el general Juan Vicente Gómez, el general Marcos Pérez Jiménez y el coronel Hugo Chávez Frías en Venezuela;
Gustavo Rojas Pinilla en Colombia; Rafael Leónidas Trujillo Molina en República Dominicana; Fidel y Raúl Castro Ruz, en Cuba; Hugo Banzer en Bolivia; Augusto Pinochet en Chile; Alfredo Stroessner en Paraguay; Aparicio Méndez en Uruguay; Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador; Anastasio Somoza (padre) en Nicaragua; etcétera.
A quienes les interese leer más sobre cómo surgen los dictadores, los gobernantes que se eternizan en el poder (eso quisieran) pero la muerte les interrumpe sus proyectos faraónicos, recomiendo leer las siguientes novelas: “El otoño del patriarca”, de Gabriel García Márquez; “La fiesta del chivo”, de Mario Vargas Llosa; “El Señor Presidente”, de Miguel Ángel Asturias (los tres obtuvieron el Premio Nobel de Literatura); “Yo, el Supremo”, de Augusto Roa Bastos; “El recurso del método” de Alejo Carpentier, y muchas otras que sería largo mencionar aquí. Pero las noticias diarias en los periódicos también son fuente sobre esos temas.
Un dictador necesita tener mucha información sobre lo que más teme: sus enemigos que quieren destronarlo. De ahí que funde las redes de espionaje, domiciliadas preferentemente en los cuerpos policiacos de élite. Éstas, de consuno, reclutarán agentes, analistas, criptógrafos, colaboradores de toda laya, “soplones”, y una nómina variopinta de torturadores. ¿Quién no recuerda a la KGB rusa? ¿O a la Gestapo nazi? Pero, sin hablar ya de dictaduras, sino de regímenes democráticos con un poco de aquel jaez, debemos admitir que todo gobierno necesita estar bien informado y no le hará el feo a un poco de espionaje, disfrazado de “servicios de inteligencia”. El 22 de octubre de 1962, desde la Casa Blanca, el Presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy se dirigió al público estadounidense con un mensaje televisado de 17 minutos. Allí mostró fotografías de una base militar en Cuba, tomadas desde miles de metros por un avión espía U-2, que mostraban cómo los rusos instalaban cohetes que podrían tener cabezas nucleares y dejar caer bombas atómicas en Nueva York o Ciudad de México. Kennedy ordenó el bloqueo a Cuba y desplegó barcos y aviones de guerra en torno a la isla. Años atrás, en 1960, los rusos derribaron sobre su territorio otro avión U-2 y capturaron a su piloto, Francis Gary Powers.
El espionaje existirá mientras haya humanos en el mundo. Lo practicamos todos: desde el vecino que con telescopio atisba los departamentos cercanos (“El chismoso de la ventana”, película de 1956 con Antonio Espino “Clavillazo”), hasta los agentes declarados o encubiertos de las redes de inteligencia en gobiernos, empresas o mafias. ¿Qué quieren los espías?: información. La información es poder y manejada con cierta habilidad se convierte en un arma, como sería el caso de una señorita que descubre que su nuevo “amigo” está casado y lo amenaza con notificar a su esposa de sus devaneos. Así que, colegas espiados, no se declaren escandalizados por el espionaje. No es más que un gaje del oficio.
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