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domingo, 19 de febrero de 2017

El trabajo terminado que mando a hacer Papa Doc

Ciro Bianchi Ross
Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
18 de Febrero del 2017 19:44:55 CDT
Un exmilitar cubano, el general Manuel Benítez Valdés, jefe de la Policía Nacional en el primer Gobierno de Fulgencio Batista, fue reclutado en los años 60 por el presidente haitiano François Duvalier  —Papa Doc— para que eliminara físicamente a una importante figura del Gobierno de Paul E. Magloire, expresidente de Haití. Se trata de una historia muy poco conocida que el propio Benítez contó en Miami al periodista Max Lesnik, entonces director de la revista Réplica, de esa ciudad. No hay en ella revelaciones impactantes y más que el relato de un asesinato lo es de un hecho de la picaresca. El sujeto murió de muerte natural, pero Benítez hizo creer al dictador que había sido víctima del lento envenenamiento a que él le había sometido a través de un sirviente.

El bonito

A Benítez Valdés le llamaban «el Bonito». Antes de su entrada al Ejército fue artista de reparto en Hollywood, donde logró meterse en la cama de no pocas luminarias de la cinematografía norteamericana. Tenía una suerte loca con las mujeres.
Su padre, Manuel Benítez González, nacido en Regla, tenía 14 años de edad cuando se sumó a la invasión del Ejército Libertador a occidente. Sirvió a las órdenes de diferentes jefes, pero nunca se pudo precisar el grado que llegó a alcanzar en las fuerzas mambisas. Al cese de la soberanía española, fue periodista del diario habanero La Discusión y en 1903 entró en la Guardia Rural con grados de segundo teniente. A la caída de Machado, cuando era ya coronel jefe del Regimiento 8, Rius Rivera, de Pinar del Río, fue destituido de su mando y, sujeto a investigación, internado en la prisión militar de La Cabaña. Puesto en libertad poco tiempo después —no hubo sanciones para los machadistas— se afilió al Partido Liberal y como miembro de esa organización política resultó electo delegado a la Asamblea Constituyente de 1940. Con posterioridad llegó al Senado de la República en el cual, en los días de la II Guerra Mundial, ocupó la presidencia de la Comisión de Asuntos Militares. Murió en enero de 1946.
Varias veces lo ha repetido el escribidor: el exgeneral Manuel Benítez es uno de los hombres más nefastos de la historia de Cuba. Para su suerte, son pocos los que se recuerdan de su existencia.
Refería él mismo que el 4 de septiembre de 1933 —era entonces teniente del Ejército— mientras transcurría el golpe de Estado, fue detenido cuando  dormía  en el campamento de Columbia y llevado a presencia del sargento Fulgencio Batista. Lo escuchó dirigirse a una asamblea de clases y soldados y cuando el jefe golpista terminó su perorata, ni lento ni perezoso, en un alarde sin límite de oportunismo,  Benítez se puso de pie sobre su asiento y luego de arrancarse los grados proclamó que ya no quería ser el teniente Benítez, sino el sargento Benítez, lo que, junto con Tabernilla, Ferrer y Querejeta, lo convertía en uno de los pocos oficiales que se sumaba al golpe de los sargentos. Batista lo acogió con los brazos abiertos.

Ayudante de Batista

De oficial del ejército machadista a oficial del ejército batistiano y ayudante de Batista. Instigó para que Batista ordenara, en octubre de 1933, el bombardeo del Hotel Nacional, sin importarle que allí se hallaran refugiados los oficiales que fueron hasta poco antes sus compañeros de cuerpo, y se le acusó de haber ametrallado al ya teniente coronel Mario Alfonso Hernández por orden de Batista.
Mario Alfonso era miembro de la Junta Revolucionaria de Columbia o Junta de los Ocho, que protagonizó el golpe de Estado aludido, y de soldado raso ascendió a teniente coronel, pero un día se atrevió a preguntar al coronel Fulgencio Batista, jefe del Ejército, sobre la fecha en que empezaría a hacerse realidad el acuerdo de la Junta que establecía la jefatura rotativa de las Fuerzas Armadas. Batista no le contestó de momento, pero quedó en enviarle la respuesta. Se la envió con Benítez. Una noche tocó este a la puerta del domicilio de Mario Alfonso, que confiado le franqueó la entrada al identificar la voz de su compañero. Benítez lo ametralló en la propia sala de estar de la casa y en presencia de su esposa. De inmediato, Batista dirigió al Ejército una proclama que se leyó en la diana y en la retreta en  todos los campamentos en que decía que a Mario Alfonso Hernández, a quien quería no como a un compañero de armas, sino como a un  familiar,  hubo que aplicarle la «ley de fuga» en su traslado al campamento de Columbia, en  Marianao, para frustrar su intento de evasión luego de haber sido detenido por traficante y consumidor de drogas, lo que era enteramente falso. Antonio Guiteras afirmaba que Mario Alfonso era el único revolucionario en la Junta de los Ocho.

La estrella del general

Cuba entra en la II Guerra Mundial y el presidente Batista, con el decreto ley número 7 de 1942, también conocido como ley orgánica de las Fuerzas Armadas, restablece el grado de General en el Ejército de la República. Hasta entonces, y desde 1933, el grado máximo era el de Comandante, aunque la jefatura recaía en un Coronel que se hacía auxiliar por oficiales que ostentaban el grado transitorio de Teniente Coronel. Benítez fue entonces  uno de los cuatro generales del Ejército. Como jefe de la Policía Nacional, entre otros negocios turbios, se benefició con las tajadas que sacaba de casinos de juego, garitos y vidrieras de apuntaciones, sin contar otras ganancias ilícitas.
No duró mucho tiempo en su jefatura. Batista debía abandonar la presidencia de la República el 10 de octubre de 1944. Como la Constitución no le permitía reelegirse, pensó que el doctor Carlos Saladrigas, de resultar electo en los comicios del 1ro. de junio, lo nombraría Jefe del Ejército y de cualquier manera  garantizaría el batistato sin Batista. Pero Saladrigas perdió las elecciones frente al candidato opositor Ramón Grau San Martín. Batista —dicen que presionado por Washington—  se resignó a entregar el poder a su antiguo rival. Benítez, sin embargo, no era de la misma opinión. Trató de convencer a Saladrigas de que se sumara a un plan encaminado a frustrar el ascenso de Grau. Saladrigas, que era un político astuto, se negó, y Benítez pensó entonces en sacar a Batista del juego, esto es, de la presidencia. Hasta ahí duró como jefe de la Policía. Se le formularon acusaciones por varios delitos, entre ellos, uno tan ramplón como el de sustraer del cuartel maestre general de la Policía 50 camas, que vendió después a 20 pesos cada una.
Salió Benítez de la Isla para evadir la acción de la justicia, pero Grau ya presidente le permitió regresar con todas las garantías para que viera a su padre, agotado por una insuficiencia renal crónica terminal que se complicó con trastornos del hígado y el corazón.

Libre matanza

Más tarde, en octubre de 1946,  fue uno de los responsables de la Conspiración de la Capa Negra, una de las que se orquestaron para derrocar a Grau. Las otras fueron la del Cepillo de Dientes y la del Mulo Muerto. Pese al nombre despectivo con que las identificó la revista Bohemia, que las ridiculizó y tiró a choteo, existieron realmente y no llegaron a descartar el magnicidio.
Los organizadores de la Capa Negra pensaban apoderarse del campamento de Columbia luego de pasar a cuchillo a todas sus postas, y también de la sede del regimiento Rius Rivera en la capital pinareña, donde procedente de Miami habría desembarcado ya el exgeneral Benítez, que se trasladaría a La Habana a fin de asumir las riendas del Gobierno de la nación.
El plan contemplaba el asesinato de las principales figuras del Gobierno grausista y de los líderes más connotados de la Alianza Auténtico-Republicana en el poder, e incluía asimismo lo que los conjurados llamaban «Setenta y dos horas de libre matanza», encaminada a sacar del juego a todos los que se opusieran a la vuelta del pasado batistiano. Los golpistas estaban equipados con armas de fabricación norteamericana tan modernas que no habían llegado todavía a manos el Ejército cubano.
En 1954 Manuel Benítez Valdés accedía al Senado. Lo hacía por el Partido Auténtico que presidía Grau San Martín, a quien tanto había combatido.
Marchó al exterior tras el triunfo de la Revolución y se radicó en Miami. Fue allí que, fuera de récord, refirió al periodista Max Lesnik su relación con «Papá» Duvalier.

El hombre sigue vivo

Un golpe de Estado acabó con la débil democracia haitiana. Unas elecciones amañadas, convocadas al amparo del Ejército y de una junta duvalierista impuesta por el cuartelazo, dieron el triunfo electoral a François Duvalier, quien inaugura un régimen autocrático y dictatorial, y también populista, que se asegura en el poder mediante el terror y la superstición. Depura al Ejército y con su propia fuerza paramilitar, los Tonton–Macoutes, mezcla de policía particular y guardia pretoriana, acomete, con métodos terroristas, una represión sistemática que barre a sus opositores. Washington apoya al «Brujo» Duvalier, maestro del vudú, y lo apoya asimismo la oligarquía  negra y mulata. Su mandato debió finalizar en 1963, pero se reelige por seis años más y en 1964 se inviste como presidente vitalicio. En enero de 1971 proclama sucesor a su hijo Jean Claude. Y cuando fallece es ciertamente Babe Doc, de 19 años de edad,  quien asume el mando del país, en medio de una tupida red de conjuras palaciegas. Tendrá el apoyo irrestricto de un cuerpo paramilitar, Los Leopardos. El 7 de febrero de 1986 una revuelta popular provoca el derrocamiento de Babe Doc, que huye al exterior.
El viejo Duvalier busca la manera de eliminar a sus opositores y se vale de cualquier medio para conseguirlo. Por lo general sus hombres actúan abiertamente, a cara descubierta, en otras conviene al dictador encubrir sus crímenes, moverse sin dejar huellas, cortar cualquier rastro que lo vincule con el crimen. Un enviado del presidente Duvalier hizo contacto con el exgeneral Manuel Benítez en el casino de juego del hotel donde se alojaba en la capital dominicana. El Brujo quería verlo y el cubano se trasladó a Puerto Príncipe. Como es habitual en tales casos, ya en los jardines de Palacio, donde lo recibió el mandatario, no se mencionó el nombre del sujeto a eliminar, pero Benítez lo leyó en el aire. Recibió 50 000 dólares de anticipo por la encomienda.
Pasado un tiempo, Duvalier volvió a reclamar su presencia.
—Van dos meses y el hombre sigue vivo —dijo el mandatario haitiano eludiendo otra vez mencionar el nombre de su adversario.
Entonces Benítez repitió a Max Lesnik el cuento chino que le contó a Duvalier. Dijo que había logrado penetrar el círculo íntimo del político y uno  de sus criados, por orden suya, le administraba un veneno de efecto lento, pero que no dejaba huellas, de manera que resultaría imposible relacionar su muerte con un asesinato. Duvalier se lo creyó. Proseguía Benítez:
«Para suerte mía, el hombre tenía cáncer y murió. Murió de muerte natural. En cuanto me enteré corrí a encontrarme con Duvalier. Le dije: “Trabajo terminado”, y recibí los 50 000 dólares restantes.
«Con todo, cometí un fallo. En el propio casino de juego del hotel, a mi regreso de Puerto Príncipe, referí la historia a Santiaguito Rey, senador y ministro de Gobernación (Interior) en el Gobierno de Batista. Ese desliz me costó 10 000 dólares que me exigió Santiaguito por su silencio y que se jugó allí mismo».

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