- MIGUEL SANMARTÍN
Uno de los rasgos, tal vez el más marcado, camarita, que caracteriza a los gobernantes que debido a su deficiente -en algunos casos pésima gestión- pierden progresivamente su credibilidad y el apoyo de la población es el aislamiento. El encierro en sí mismos, la falta de contacto con la realidad y por tanto la pérdida de noción del estado de ánimo, expectativas y comportamiento de la ciudanía.
La reclusión también puede producirse por la exagerada (maquiavélica) influencia del círculo más próximo del mandatario, lo que se produce fundamentalmente cuando este carece no solo de temple sino de piso político suficiente para ejercer sus funciones.
Este rasgo es propio y se multiplica en los mandatarios de talante autoritario cuyos regímenes (repudiados) devienen en autocracias. En algunos casos mutan en zafias dictaduras ineficientes, corruptas, sectarias y represivas. En este caso en particular el aislamiento tiene que ver con el miedo patético a la población, a su rechazo. A las rechiflas, los gritos y al trepidar de las cacerolas. ¡Casos se han vito, camarita! Los dictadores, quienes suelen presumir de un apoyo y popularidad que no gozan, sienten pavor y se indignan con las demostraciones de rechazo. De inquina. Su arrogancia e intolerancia no admiten ningún tipo de repulsa, de desaire del soberano.
La sordera y la ceguera son también “peculiaridades” que forman parte de la “manera” de razonar, sentir y actuar de los autócratas. En efecto, se hacen los “musiues” cuanto no quieren ver (deterioro, inseguridad, calamidades, carencias y sufrimiento) que están de anteojito ni desean oír (sollozos, protestas, clamores y peticiones de enmienda) que retumban a los cuatro vientos y afectan dramáticamente a toda la población. ¿No es la voz del pueblo la voz de Dios? ¿No es ese el lema más trillado por los dictadores?
Afirmar que hoy en Venezuela (como consecuencia de la implantación del llamado Socialismo del Siglo XXI) no hay un estado de extrema necesidad que requiere urgentemente de ayuda humanitaria para atender a la población es cínico. Despiadado. Miserable. Negar que aumentó la pobreza extrema; que creció el desempleo; que existen personas hurgando en la basura buscando mendrugos para mitigar el hambre; que hay pacientes que fallecen por falta de medicamentos y el pésimo estado de los hospitales; que dos millones de compatriotas se fueron del país (según el Laboratorio Internacional de Migraciones, USB) por la deplorable situación económica y social, por la inseguridad, por la desesperanza y por la falta de oportunidades es mentir supinamente y contradice la cruel, dolorosa y patética realidad que agobia-indigna a los venezolanos, que deploran expresidentes amigos, que preocupa al mundo y que angustia al Papa Francisco.
Aseverar “que es impresionante” la cantidad de migrantes que están regresando al país es, primero, un infundio del tamaño de la crisis que los llevó al exterior. Después irresponsable. Después insolente. Después sarcástico. Después canallesco. Después injurioso. Después procaz. Después inaudito. Finalmente dicha aseveración constituye un ultraje a la dignidad e inteligencia de los venezolanos por parte de la malandrocracia regente que, con la cooperación de algunos órganos del poder público nacional, arrebata ilegalmente a la población, entre otros, el derecho al voto (para resolver pacíficamente la crisis generada por el régimen castrochavista) consagrado en la Constitución. ¡Ni ellos mismos se tragan el cuento, camarita!
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