Viernes 16 de febrero: el Coronel yacía en el suelo, boca arriba, con la barba crecida, los ojos abiertos y dilatados y el tiro de gracia en el frontal derecho. Quedaban aún en la manigua cinco guerrilleros, pero el Comandante, su segundo, y otro combatiente, habían muerto en el enfrentamiento.
Todo conspirólogo que se respete tiene más de una teoría para justificar la guerrilla y su fracaso: los acuerdos de Caamaño con Bosch y Peña; con el PCD, el MPD, los Comandos de la Resistencia, hermanos de armas de Abril, con los Ranas, etcÖ. pero también los desacuerdos posteriores con cada uno de ellos y las supuestas traiciones -individuales o colectivas-.
No es fácil analizar las actuaciones de un hombre con dimensión de héroe, a la luz de sus hechos más penosos y sus dislates más irreflexivos. Caamaño fue un hombre de acción y compromiso; un soldado consciente de la historia y su momento; firme, coherente y decididoÖ Pero también fue el hombre que se negó a ver las circunstancias cambiar ante sus ojos, el que quiso jugar a la guerra como solución militar a un problema de naturaleza política. No quiso, no pudo, ni estaba capacitado para entender los vaivenes y recomposiciones ideológicas: el viraje de Cuba hacia la línea de masas impuestas por Moscú; la visita de Nixon a China y, a lo interno del país, claudicación de una clase media que no solo anhelaba la paz sino su progreso y beneficio económico.
Fueron muchas las realidades que Caamaño obvió, no podría ser de otra forma, estaba aislado en Cuba, jugando el juego sin fin del entrenamiento guerrillero que Fidel le había puesto, escudado en Barba Roja, y que lo hacía para honrar un compromiso hecho en un momento que luego cambió. Así se fueron los años en el campamento de La Dolores, mientras que Amauris no entendía en Santo Domingo el porqué del aislamiento, del cese abrupto de comunicacionesÖ quizás el último intento de la Inteligencia cubana para que el hombre recapacitara y entendiera que la guerrilla no era viable.
Caamaño llegó a desconfiar de Amauris y los comandos, por eso no se perdonaría jamás no haber estado él en la cueva. Esas muertes fueron el punto de no retorno: amenazando o no a Fidel con darse un tiro, dejó claro que la guerrilla iba. En la lógica del honor de Caamaño no había opción: la huida era hacia adelante.
En defensa de quienes le acompañaron, fueron hombres con valor. El final del conflicto sería el esperado. De un lado se impuso el entrenamiento, el apoyo campesino, los recursos, la superioridad y la cohesión; del otro, el desorden, la ausencia de planificación, la soledad, el aislamiento, el hambre y la torpeza. La emboscada nocturna al camión el día 15, además de fallida, los fijó en el terreno y dividió al grupo en dos.
A Caamaño, Lalane y Pérez Vargas los sorprendieron estando solos, entre Cuero de Puerco y Mono Mojao. El combate fue desigual y tiraron hasta el último tiro, y aunque Castillo Pimentel se negó a fusilarlo en el terreno -algo que le costaría su remoción, siendo sustituido inmediatamente por García Tejada-, lo demás es historia: se impuso la Doctrina de Contrainsurgencia, el MAAG y el código militar [no escrito]; sus pares y compañeros de promoción -en esa época ya Generales- lo veían como a un desertor y un traidor; no había la más remota posibilidad de que escapara al fusilamiento, ni que el propio Balaguer hubiera ordenado lo contrario.
Camino a su destino le dijo al amigo que lo fusilaría: “No quiero que me venden los ojos” -petición que fue cumplida-, y mirando de frente al sargento y al cabo que le apuntaban dio vivas a la República mientras su cuerpo caía exánime. Fue así como “sobre el ríspido pajonal de la sabana... empezó a nacer el Minotauro”.
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