La vida era más sencilla cuando los dictadores ejercían su abominable oficio sin tapujos.
Por: Andrés Hoyos
Para todos aplicaba la parábola de Churchill, quien dijo famosamente: “los dictadores van de arriba para abajo montados en tigres que no se atreven a desmontar. A los tigres les está dando hambre”. En ocasiones los tigres se hartaron de comerse lo que les caía del lomo. Unos, como Trujillo o Gadafi, murieron asesinados o ejecutados; otros, como Jean-Claude Duvalier o Stroessner, fueron derrocados y vivieron largos o cortos años de amargura en el exilio con lo que se habían robado; otros, como Manuel Augusto Noriega, terminaron en la cárcel; tan solo unos pocos, como Franco o Juan Vicente Gómez, murieron de viejos en sus camas, aunque algo me dice que ni en el lecho de muerte dejaron de pensar en el tigre de Churchill.
Últimamente el mundo se ha ido llenando de una estirpe distinta, la de los autócratas electorales. Son, en realidad, dictadores encubiertos que cada tanto celebran elecciones, las cuales, con mayor o menor recurso al fraude, “ganan”. La regla básica del club consiste en abolir la separación de poderes, haciendo una ensalada con Montesquieu y su libro clásico, Del espíritu de las leyes. Estos dictadores creen que hallaron una forma de montarse y desmontarse del tigre sin que se los coma, mejorando la fórmula tradicional. Hablo de Putin, de Erdogan, de Hugo Chávez (ahora representado por su grotesca caricatura, Nicolás Maduro), de Daniel Ortega y de Evo Morales. La lista, variada en enfoques y variopinta en excentricidades, no deja de crecer. No todos llevan el autoritarismo al mismo nivel. Lo que sí se puede decir es que todos usan las elecciones para socavar la democracia y atacar a las minorías. La fórmula incluye el control de los principales medios de comunicación o la destrucción de los que no se pueden controlar, el encarcelamiento o el exilio de los principales líderes opositores, el intento de instaurar partidos únicos, la purga de las burocracias estatales, la represión más o menos violenta y, muy en particular, la cooptación del poder judicial para convertirlo en un instrumento selectivo de represión.
Volverse un caudillo tal vez tenga sus recompensas —al menos eso parecen pensar estos caudillos—, pero solo un demócrata puede dormir tranquilo después de salir del poder. Los demás nunca dejan de temer al tigre, pues ahí está Alberto Fujimori para recordarles lo que pasa cuando la fórmula falla. El sueño tranquilo, sospecho, vale más que una corte llena de aduladores y unas cuentas gordas en Suiza.
Tomará algún tiempo actualizar en la mente de la gente la definición de democracia para que entienda que no basta con que haya elecciones para que un régimen sea democrático. También es indispensable que respete las minorías y que existan una separación efectiva de los poderes públicos y una clara libertad de opinión y crítica. Así, un gobierno como el de Erdogan puede ganar elecciones, y todavía ser una dictadura. ¿Eso hace legítimo derrocarlo mediante un golpe de Estado o alzarse en armas contra él? No, ambas “soluciones” a la antidemocracia son peores que la enfermedad, según se vio en Egipto. Lo que sí es legítimo es confrontar ese tipo de gobiernos con la protesta social, el aislamiento internacional y las sanciones multilaterales. ¿Que entonces el desenlace toma más tiempo? No le hace: instaurar una democracia auténtica amerita el esfuerzo.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
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