El general Antonio Imbert, sobreviviente del grupo que ajustició al dictador Rafael Trujillo, falleció el 31 de mayo
El general Imbert dijo entonces que hubiera sido imposible ajusticiar a Castro de la manera que se hizo con Trujillo
El general Antonio Imbert saluda al entonces periodista del Miami
Herald, Carlos Martínez Barraqué (izq.), en el palacio de gobierno en Santo
Domingo, en 1965. ALBERT COYA Miami Herald
CARLOS MARTÍNEZ BARRAQUÉ
La entrevista para el Miami Herald con
el general Antonio Imbert fue hace 51 años en su casa de Santo Domingo,
República Dominicana, custodiada entonces por centinelas y perros pastores
alemán que merodeaban por los jardines. Nunca olvidé la conversación. Ahora leo
que el Héroe Nacional murió recientemente, a los 95 años.
Para mí, el general Imbert
–sobreviviente del grupo que ajustició al Generalísimo Rafael Trujillo– era un
personaje mítico. Fue un ser osado que consiguió lo que parecía impensable para
su pueblo: la caída de la dictadura y el retorno de la democracia después de
más de tres décadas.
El complot contra Trujillo, narrado
brillantemente por Mario Vargas Llosa en La fiesta del chivo, fue
un desesperado lance a vida o muerte.
Imbert salió vivo de milagro. Pasó seis
meses escondido en un clóset, con una cápsula de cianuro en el bolsillo. Su
único compañero de supervivencia, Luis Amiama, vivió en una buhardilla los mismos
meses. Sus otros cinco compañeros conjurados tuvieron menos suerte: fueron
descubiertos y ejecutados a batazos y a tiros por los hijos del dictador,
Ramfis y Rhadamés, ambos altos rangos militares.
Cuando emergieron de sus respectivos
escondites, después del colapso de la tiranía, Imbert y Amiama fueron nombrados
generales vitalicios y galardonados como Héroes Nacionales. El mismo honor se
les concedió póstumamente a sus cinco compañeros que no sobrevivieron el baño
de sangre que desató el complot. Amiama moriría años después, dejando sobre los
hombros de Imbert el legado de la gesta heroica que eliminó al déspota
dominicano.
La emboscada histórica fue el 30 de
mayo de 1961 en el kilómetro 9 de la avenida costanera George Washington, a las
10 y 10 de la noche. Trujillo y su chofer se dirigían hacia su hacienda en San
Cristóbal –sin escolta y amparados por las sombras de la noche– en un Chevrolet
Bel Air 1957 color azul celeste.
Los conjurados le dieron alcance al
auto de Trujillo a bordo de un Chevrolet Biscayne de 1961, traído de Miami
expresamente para la cita con la muerte por su potente motor V8 de 350 cc.
Eventualmente lograron aparearse a Trujillo, y lo rociaron con una lluvia de
plomo desde las ventanillas del lado del pasajero.
Trujillo se defendió con la pistola
calibre 38 que portaba y hasta se bajó del carro empuñándola, ya herido de
muerte, cuando su chofer frenó en seco. Los asaltantes, que también frenaron y
bloquearon el auto de Trujillo, aprovecharon para acribillarlo. El grupo metió
el cadáver del dictador en el maletero del Chevrolet Biscayne y desapareció
raudo del lugar.
ROCIARON A TRUJILLO CON UNA LLUVIA DE PLOMO DESDE
LAS VENTANILLAS DEL LADO DEL PASAJERO
Los hechos de aquella noche
inconcebible cambiaron el rumbo del país, y sellaron el paso por la historia
del futuro general Antonio “Tony” Imbert a los 40 años.
No recuerdo bien lo que hablamos Imbert
y yo sobre la explosiva situación política del país. Unos días antes, el
Presidente Lyndon Johnson había ordenado el desembarco de los Marines de EEUU
en la capital dominicana para bloquear el peligroso giro del país hacia el
comunismo orquestado desde Cuba.
Lo que sí recuerdo como si fuera hoy es
la respuesta del general cuando lo sorprendí con una pregunta hecha medio en
broma. “General”, le dije, “¿por qué usted no nació en Cuba?”
Se sonrió y me ripostó: “Martínez, yo
sé por donde tú vienes… Te voy a responder en tres partes…”
“Primero, yo nací en Puerto Plata, en
1920, que es mi orgullo. De haber nacido yo y mis compañeros en Cuba, dudo
mucho que nos hubiéramos lanzando en una aventura semejante. A Castro no se le
llega con la relativa facilidad que nosotros le llegamos a Trujillo. Tiene
varios anillos de seguridad en torno a él y sus custodios son adiestrados en la
Unión Soviética y Alemania Oriental.
“Segundo, en ningún momento podríamos
habernos colocado junto al carro de Castro en una carretera. Castro usualmente
lleva dos carros atrás de él, y un carro delante. Al momento que hubiéramos
intentado rebasar el último carro trasero, ya nos hubieran comenzado a disparar
desde él, y si lo rebasábamos, los hombres del primer carro trasero
probablemente nos hubieran rematado.
“Tercero, en esa situación ninguno de
los siete quedábamos vivos. Yo calculo que nos hubieran disparado unos 12 o 15
hombres. Algo bastante diferente a la balacera con Trujillo, donde solamente el
dictador y su chofer, Zacarías de la Cruz, nos disparaban con revólveres.
Aunque llevaban tres ametralladoras en el auto, por suerte no tuvieron tiempo
de usar ninguna”.
La entrevista al general transcurrió en
el despacho de su residencia de la avenida Sarasota. A sus espaldas colgaba un
gran marco con una leyenda reveladora: “Bienaventurados sean los que matan, si
el que muere es un monstruo sediento de sangre y una nación se salva”. Fue un obsequio
del Nuncio Apostólico, Monseñor Lino Zanini.
Monseñor siempre estuvo al tanto de la
conjura, según Imbert. “Incluso hasta nos dio la bendición a todos en la
nunciatura unos días antes de la acción”.
“¡Qué diferencia con los nuncios de
otras dictaduras, general!”, le respondí. El héroe pareció no escucharme. Quedó
como pensativo, la mirada en la nada. Los recuerdos quizá volvían a aparecer.
Ex redactor y columnista del Miami
Herald
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