En 2010 el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva dejaba el poder con un 87% de aprobación popular; colocaba a una caretaker, Dilma Rousseff, por si le apetecía ser de nuevo candidato; decía el oficialismo que había metido en las clases medias a más de 30 millones de compatriotas y reducido dramáticamente hambre y pobreza; su sucesora era elegida y reelegida en 2014, pero siempre honrando las preferencias del exobrero metalúrgico; el país, que parecía convencido de haber llegado, organizaba el mundial de fútbol y se preparaba para otro tanto este año con los Juegos Olímpicos. Hoy, en cambio, la Fiscalía pide prisión preventiva para el gran líder por ocultación de patrimonio y lavado de capitales, y le ha sometido a una breve y humillante detención para interrogarle; son ya tres años de retroceso de la renta per cápita, la inflación es del 10%, y las grandes cifras de política inclusiva parecen las cuentas del Gran Capitán; un 61% de encuestados declara que jamás votaría por el expresidente; manifestaciones oceánicas piden que actúe la justicia y que dimita Rousseff, acusada de irregularidades económicas y amenazada de impeachment o juicio político; lulistas y antilulistas se enfrentan en las calles; y el mundial distó de ser un éxito de transparencia y austeridad presupuestaria.
A esta sucesión de escenarios se puede aplicar, sin embargo, un doble rasero explicativo. O bien se trata de un complot de la derecha mediática, dirigida por un adversario reconocido de Lula, el juez Sergio Moro, contra un planteamiento juzgado progresista; o la moderada izquierda brasileña es tan corrupta como lo que da la tierra. Sobre el primero habrá que matizar que la conspiración será solo local, porque el capitalismo reinante no ha tenido que reprochar al líder socialdemócrata más que un tibio afecto por el chavismo, y su sucesora, mejor aún, trata de hacer un ajuste de lo más neoliberal a la economía brasileña. En cuanto a la corrupción, el llamado caso Lava Jato ha llevado a la detención de docenas de altos funcionarios, políticos y empresarios, acusados de lucrarse con los dividendos de Petrobras, la firma pública que gestiona el negocio del crudo. Ambas teorías merecen atención: la derecha brasileña puede considerar que ya vale con cuatro mandatos, Lula y Rousseff, dos cada uno, más un posible quinto si el veterano político es de nuevo candidato; y la corrupción es un mal endémico en un país con un Congreso habitado por 28 partidos, donde hay que estar tejiendo y destejiendo alianzas para gobernar.
El propio Lula parecía validar la segunda hipótesis, aunque presentándose como víctima de lo irreparable en una conversación con José Mujica, que recogen los periodistas Danza y Tulbovitz, en la que, según relata el expresidente uruguayo, tuvo “que lidiar con cosas inmorales, porque era la única forma de gobernar… con angustia y un poco de culpa”. Unas declaraciones tan sumamente interpretables tuvieron que ser desmentidas o matizadas por los periodistas del semanario Búsqueda de Montevideo. Pero lo que, en cualquier caso, queda claro es la profunda inmersión de fracaso que sufre la potencia emergente brasileña. A ver qué tal salen los Juegos.
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