En Cuba y en Argentina, esta semana, y antes en Irán, y en su país, Estados Unidos, Barack Obama ha colocado la historia en el centro de su acción política. No la historia gloriosa y heroica propia del nacionalismo, o el 'excepcionalismo americano', como se le denomina en su versión estadounidense. No. La política de la memoria, tal como la entiende el presidente de EE UU, consiste en romper este relato mítico: en admitir los errores propios y afrontar lo más oscuro de la historia del país en la creencia de que una democracia que afronta sus demonios es más fuerte y que, al hacerlo, desarticula resentimientos enquistados. Es más que un debate académico, porque sustenta directamente las políticas de la Administración Obama.
Cuando, tras más de 30 años de rivalidad, en 2015 Estados Unidos e Irán llegaron a un acuerdo para frenar el programa nuclear de este país, Obama admitió la responsabilidad de EE UU en el golpe que depuso a Mohammed Mossadegh en 1953. La premisa argumental de la normalización con Cuba, iniciada a finales de 2014, fue un 'mea culpa': la admisión de que EE UU se había equivocado durante cincuenta años con una política de sanciones y aislamiento.
El argumento de Obama, en ambos casos, es similar: EE UU no es perfecto, no sirve de nada ocultar o embellecer los errores, la humildad es un valor en la política internacional, y ponerse en la piel del otro –comprender en porqué de los recelos que su país provoca– es necesario para la reconciliación con enemigos de décadas.
El viaje a Cuba y Argentina ha sido un caso de manual del uso de la llamada memoria histórica para afrontar rencores antiguos.
En Argentina, la política de la memoria ocupó un lugar central de la visita de Obama. Anunció la apertura de archivos militares y de espionaje sobre el golpe de 1976, del que se conmemoraban 40 años. Su breve declaración el día del aniversario del golpe fue un delicado juego de equilibrios: admitió que EE UU no estuvo a la altura de sus valores y que tardó en reaccionar a los crímenes de la dictadura, y en paralelo reivindicó a funcionarios estadounidenses que reaccionaron con decencia y recordó que, tras el golpe, el presidente Jimmy Carter situó los derechos humanos en el centro de su política exterior.
Días antes, en La Habana, Obama pidió al Congreso de EE UU el levantamiento del embargo, reclamación del Gobierno cubano desde hace décadas. Rindió homenaje a José Martí, padre de la patria y símbolo de la soberanía cubana –es decir, de su independencia frente a las injerencias extranjeras– por encima de ideologías. La visita a Cuba, la primera de un presidente en activo en 88 años, y el pasado verano la reapertura de las embajadas, dieron carta de legitimidad alstatus quo cubano: EE UU entierra la política del cambio de régimen.
Mientras multiplicaba las señales de buen voluntad, Obama logró que el presidente cubano, Raúl Castro, se sometiese a una rueda de prensa, hecho insólito en este país. Y, en el discurso en el Gran Teatro de La Habana, pidió a Castro y a los cubanos que no teman a la democracia.
Pudo hacerlo con credibilidad porque en el mismo discurso asumió los errores de los estadounidenses, antes y después de la revolución de 1959. Y porque su propia biografía –su propia imagen, en realidad– es testimonio de otros EE UU que no son exactamente la superpotencia blanca, arrogante e intervencionista en la que se proyecta el antiamericanismo del continente.
Obama es hijo de un keniano anticolonialista y de una blanca de Kansas. Su madre era una antropóloga muy progresista, no precisamente una 'yankee' imperialista. Vivió de niño en Indonesia. Su conciencia política despertó con los movimientos anti-apartheid de los ochenta. La retórica antiimperialista de cierta izquierda latinoamericana palidece al lado de la del pastor que le casó y bautizó a sus hijas. Obama se formó en los barrios segregados de Chicago. Conoce cómo el mundo ve a EE UU y no necesita que nadie le explique la cara más fea de su país: pertenece a la minoría más castigada –junto a los nativos– y su mujer es descendiente de esclavos.
Pocos pueden darle lecciones a Obama de 'tercermundismo'.
La política de la memoria de Obama tiene un valor práctico: sirve para corregir estrategias que él cree erróneas y para desactivar recelos seculares que, pese a los gestos, no desaparecerán con facilidad.
El discurso de Obama en La Habana tiene un precedente reciente: el discurso de El Cairo de 2009, en el que intentó un deshielo con el mundo árabe y musulmán. Fracasó.
La Habana y el epílogo de Buenos Aires son un nuevo intento en un territorio –América Latina, lejos del intratable Oriente Próximo– mucho más propicio.
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