Nos tocó vivir la ominosa dictadura militar como una herida que no nos mató, pero que hirió de muerte. Después del desastre, cuando alzamos la vista, el paisaje estaba boquiabierto de tanta ausencia, tanto latido interrumpido, tanta belleza arrebatada, tanto pájaro desplumado y dignidad pisoteada.
Entonces, de modo natural, decidimos reconstruir nuestras vidas a la luz de aquellos hechos oscuros.
Toda nuestra idea de la cultura, del arte, de la dignidad, de la rebeldía, de la participación social, de la apropiación de lo público, de la amistad, de la inspiración y de la lucha hubiese sido otra, de no mediar aquella ignominia.
Hace 40 años, apenas éramos adolescentes, niños más bien, y, si bien no entendíamos en detalle la situación, las consecuencias nos pegaban a diario en el hocico y las cicatrices aún nos duran. Por suerte, tenemos cicatrices para no olvidar de dónde venimos, aunque a veces no sepamos en verdad hacia dónde vamos.
Mi familia nunca tuvo ninguna militancia política partidaria determinada, desde entonces hasta estos días. Siempre fuimos humildes y en buena medida desinformados, quizás cultos de cultura barrial y popular. Allá, en el oeste hostil de Godoy Cruz, al caer la dictadura, nos limitamos a seguir haciendo lo que hacíamos y las balas picaron cerca y aquellas gambetas también nos trajeron sus consecuencias.
Para empezar, de un día para otro, nuestros padres -obreros de manos duras- comenzaron a ser llevados detenidos, generalmente a la Comisaría Séptima, sin mayores razones. Un horrible camión celular (así le decíamos) de color azul servía de transporte hacia ese ominoso lugar. Se los llevaban a ellos como se llevaban a cualquiera. Y decenas de miles no volvieron a sus casas.
Por aquellos años, los de la infancia, el barrio era extremadamente pobre de recursos y rico en aventuras. Eramos modestamente felices, como una gran familia. Recuerdo entrar y salir y conocer de memoria de decenas de casas como si fueran mi casa. Hoy, sabemos, esto no pasa.
Recuerdo también que la policía se llevaba en cana a nuestros padres por jugar a las bolitas en las calles de tierra. Era hermoso verlos: montones de padres divirtiéndose al atardecer, luego del trabajo, con un juego en el que imperaba la eficacia, la astucia, la suerte y también la belleza y el sentido de comunión.
Para los dictadores (militares y civiles), eso estaba mal y se llevaban presos a los jugadores, los muy infelices: los hacían ponerse en fila y subir al camión enrejado. Después de eso y de lo que sabía, la mayoría no quiso volver a jugar. Y nunca, nunca jamás, volvió a darse aquel fenómeno maravilloso en el barrio.
En la escuela, la situación luego del 24 de marzo no fue de ningún modo mejor. Yo tuve la suerte de ingresar a la escuela "Martín Zapata", donde hice toda mi secundaria. Teníamos un director, profesores y una institución que nos trababan con mandatos claramente militares: pelo cortísimo, ¡marchas militares en las clases de Educación Física!, prohibición de enseñanza de cualquier tipo de contenido de libre pensamiento, silencio absoluto, prohibición de charlar con chicas en el recreo (éramos todos hombres y las chicas iban a la tarde, pero en contraturno, teníamos las clases de "gimnasia" en las que nos enseñaban a marchar como soldados), uniformes estrictos, reglas de conducta alejadas de aquello que pudiéramos tener de adolescentemente humano, símbolos religiosos católicos por aquí y allá, profesores aristotélico-tomistas a los que ningún atisbo de la situación social se les escapaba y preceptores, muchos de los cuales parecían cabos primeros (algunos, no: jamás olvidaré, por ejemplo, a Guillermo Iturbe, un tipo con una calidad humana que nos hizo mucho bien).
No sabíamos bien qué pasaba, pero pasaban cosas y con el paso de los años nos fuimos dando cuenta, a medida de que las organizaciones de derechos humanos nos fueron abriendo los ojos.
Una de las grandes herramientas de comprensión y de liberación para nosotros, aún niños, fue el rock y la música popular en general. Una canción de Pedro & Pablo, Piero, León Gieco, Mercedes Sosa o María Elena Walsh, pudo más que las botas, las biblias con sangre, los civiles involucrados y el temor general. Lo que entonces no pudo lograr en nosotros la prohibición, la religión y, luego, la propuesta de un partido político, lo pudo el rock y sus banderas y sus marchas con broncas. Nosotros fuimos el producto de todo aquello.
Gracias al rock, comenzamos a construir nuestra idea de cultura. El rock no eran los militares, ni los profesores, ni los periodistas que salían en la tele, ni los curas, ni los empresarios que hacían fortunas: era nuestra bandera, nuestro modo de construir libertad, nuestro íntimo homenaje a los que desaparecían del barrio, del trabajo, de las escuelas secundarias, universidades, partidos políticos, iglesias y uniones vecinales.
Aquellos años nos convirtieron en esto que somos. Aquellas luchas fueron desde entonces nuestras luchas, aunque se fueran transformando y aunque -a decir verdad, así lo es- nunca estuviéramos a la altura debida de las circunstancias, porque siempre el compromiso ha tendido a pedirnos más.
Ya lo escribí alguna vez y lo haré de nuevo: jamás olvidaré el día de diciembre 1983 en que escuché, en LV10, la canción "De nada sirve", de Moris. ¡Y la pusieron entera! Entonces, descubrí que se venían otros tiempos: distintos, abiertos, contradictorios, con otras luchas y otras ausencias, pero mejores, sí.
Después, supimos lo que ocurrió: las matanzas, las desapariciones, las violaciones, los robos de bebés y también los robos de tierras, valores y hasta electrodomésticos que perpetraron aquellos milicos.
¿Cómo, asumiendo la institucionalidad, vas a matar a miles y miles, robar cientos de bebés, violar mujeres indefensas, quedarte con tierras, joyas, licuadoras y televisores y dejar de lado tantas bibliotecas o en todo caso incendiarlas?
Por eso, desde entonces, siempre que leo -como seguramente ocurrirá al pie de esta nota- comentarios de foristas (prácticamente todos ellos, anónimos) que sostienen la teoría de los dos demonios, pienso en que las cabronadas no reconocen bandos u orillas y todas deben ser rigurosamente castigadas en el marco de la ley, pero jamás el genocidio puede ser cometido asumiendo la institucionalidad y el control del Estado, sus recursos, estructuras y poderes.
Ninguna persona de bien debería jamás ensayar argumentos -y menos aún anónimos- a favor de semejantes delincuentes, violadores y homicidas, que hacían lo que hacían en nombre de la República.
En fin, han pasado 40 años y nos ha pasado de todo, pero -con virtudes y defectos- todo ha sido mejor para los argentinos después de aquellos años de profunda injusticia, de ignominia y de dolor.
Mi eterno respeto a aquellos que lucharon y que ya no están. Mi eterno respeto a Hijos, Madres y Abuelas por enseñarlos dignidad y memoria y justicia.
Ulises Naranjo.
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