Timothy W. Ryback reconstruye
la historia de Josef Hartinger, el hombre que denunció los primeros crímenes en Dachau
En la recién estrenada primavera de 1933, gente como el fiscal de Múnich, Josef Hartinger, aún podía creer que el incendio del Reichstag había sido un accidente, como pregonaba Hitler, y que el paso de los nazis por el poder sería una fea anécdota pasajera. Cuando Hartinger puso en conocimiento de su superior, Wintersberger, que en el campo de prisioneros de Dachau, inaugurado tres semanas atrás, se habían producido unas muertes que se parecían mucho a ejecuciones, y que todas las víctimas eran judíos, el fiscal jefe le espetó: "Ni siquiera un nazi haría algo así".
El escritor Timothy W. Ryback, que ha dedicado varios libros al Holocausto, reconstruye la audaz peripecia de Hartinger para intentar procesar a los responsables del campo enLas primeras víctimas de Hitler (Alianza Editorial). El plan del fiscal consistía enapartar al sádico comandante de Dachau y a sus secuaces y lograr que las SS devolvieran el mando a la policía estatal.
Hartinger era un funcionario escrupuloso, toda una estrella ascendente en su oficio. Buen católico, amante del orden y conservador en política, no compartía ni de lejos los puntos de vista de los seis millones de comunistas alemanes de aquel momento, pero sobre todo era implacable con el ideario que venía vociferándose en las cervecerías en la última década y que Hitler acababa de llevar a la Cancillería del Reich. En abril de 1933, él todavía tenía fe en que podía hacerse justicia en Alemania.
Presas abatidas
Cuando llegó a la antigua fábrica de pólvora de Dachau para investigar la muerte de Rudolf Benario, Ernst Goldmann, Arthur Kahn y Erwin Kahn, se percató de inmediato de que la versión oficial de que les dispararon al darse a la fuga chirriaba a todo volumen. Los cuerpos se hallaban en un cobertizo tirados como "presas abatidas", escribe Ryback. "Tenían rapadas las cabezas" y, cada uno, una bala en la nuca.
El forense Moritz Flamm, hombre de férrea independencia que se encargó de examinar los cadáveres, comentó incisivamente al comandante Wäckerle: "Sus guardias tienen una puntería excelente", para tratarse de hombres que supuestamente habían echado a correr. En el camino de vuelta a Múnich, el fiscal compartió con Flamm su convicción de que los habían matado de forma intencionada. "También me dio que pensar el hecho de que todos los asesinados fueran judíos", le dijo.
Todo esto lo recordó Hartinger 50 años después de los hechos, en 1984, cuando el ministro de Justicia de Baviera se puso en contacto con él para que aportara sus recuerdos con vistas a confeccionar una historia general del estado. En su carta de contestación, el ya nonagenario señalaba con orgullo al evocar su gesta -por supuesto fracasada- que "carecer de poder no implica que uno carezca de coraje o carácter".
El fiscal sabía que, así como la integridad necesita de la valentía para dar algún fruto, la negligencia suele ir asociada a la arrogancia: "Estaba seguro de que Wäckerle volvería a matar", pensó, y así fue. En las semanas siguientes a la ejecución de los cuatro primeras víctimas se sucedieron las muertes extrañas en Dachau.
Más torturas
A Wilhelm Aron le azotaron las nalgas de tal forma que habían arrancado la carne y el hueso quedaba a la vista; el carnicero local estaba encantado con el campo porque vendía no solo carne sino también los penes de toro con los que se hacían los vergajos que empuñaban los SS. Otros presos amanecían con la carne cortada alrededor de sus heridas de bala (de nuevo habían querido escapar) para que no se pudiera demostrar que habían recibido los tiros a bocajarro.
Hartinger se encontró en una de sus obligadas visitas a Dachau con un interno, Sebastian Nefzger, que supuestamente se había suicidado. Lo curioso era que tenía la espalda hecha pulpa a base de latigazos y que se había intentado ahorcar valiéndose de las correas de su propia pierna ortopédica y, al no conseguirlo, se había infligido cortes en la muñeca tan profundos que penetraban en el hueso... El fiscal confiaba en que hasta unos jueces de pura raza aria sabrían ver la verdad de un crimen tan grotesco como éste.
Reunió pruebas que demostraran que en el campo se estaban cometiendo asesinatos en serie que se atenían a un patrón, pero, al presentárselas a su superior, descubrió que este carecía de la firmeza del forense Flamm. Wintersberger se negó a firmar las órdenes de acusación y, no contento con eso, le fue con el cuento a Himmler. Los papeles de la instrucción, naturalmente, se extraviaron.
Hartinger se supo sentenciado. Mientras las SS hacían planes para acabar con él, el revuelo levantado tuvo al menos una recompensa, el cese de Wäckerle como comandante de Dachau, a quien sustituyó alguien aún peor, Theodor Eicke, sacado ex profeso de un psiquiátrico.
Los crímenes cesaron ese verano, pero sólo para volver con más fuerza. Hartinger fue trasladado y salvó la vida; el doctor Flamm tuvo menos suerte y murió "en circunstancias cuestionables" al año siguiente. Como sentencia Ryback, "para entonces ya no quedaba nadie vivo con el valor suficiente para investigar" nada.
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