"Eres lo que comes", dice el adagio, pero también cuenta cómo y con quién te lo comes. La comida puede afectar tu genio, tus entrañas y tu opinión sobre el mundo y la vida, según Victoria Clark y Melissa Scott, autoras de "Dictators' Dinners: A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants" (Cenas de dictadores: una guía de mal gusto para agasajar a tiranos). Así le cuentan a los lectores de la BBC lo que descubrieron.
En esta época de apasionados por la gastronomía, de sibaritas y de logourmet, nos pusimos en la tarea de someter al escrutinio culinario a algunos de los más infames tiranos del siglo XX.
Sin ninguna intención de mitigar sus crímenes humanizándolos, quisimos rebajarlos a la talla humana: la línea entre hombre y monstruo puede ser muy fina.
A pesar de que debimos concluir que no se le puede atribuir a ningún alimento o ninguna constitución física el que alguien hacer el mal o sufra de delirios de grandeza, sí detectamos señales de algunos patrones.
Grasa de cerdo y sardinas
A medida que varios de estos hombres envejecían, se tornaban más y más obsesivos con la pureza de lo que comían.
El norcoreano Kim Il-sung ordenó que todos sus granos de arroz fueran seleccionados individualmente y creó un instituto cuyo único propósito era encontrar la manera de prolongar su vida.
El jefe del partido Comunista de Rumania Nicolae Ceausescu irritaba a los homólogos a los que visitaba pues llegaba con toda su comida; a Tito, el líder de la vecina Yugoslavia, le sorprendió su insistencia en tomar jugos de vegetales crudos con un pitillo, mientras rechazaba cualquier alimento sólido.
La vasta mayoría de nuestros dictadores eran de origen humilde, lo que significaba que sus platos favoritos distaban mucho de ser del estilo de El Cordón Azul.
Aunque era espléndido cuando recibía a la realeza y a estrellas de teatro y cine, lo que le fascinaba comer a Tito era un pedazo de grasa de cerdo caliente.
Cuando estaba en casa, la debilidad de Ceausescu era un estofado hecho con un pollo entero... patas, pico y demás.
El piadosamente católico Antonio Salazar de Portugal adoraba las sardinas, que le recordaban de su infancia, cuando tenía que compartir una sola sardina con su hermano.
Heces de campesinos búlgaros
Entre los sujetos que investigamos, algunos de los más conocidos -Adolf Hitler, Mao Zedong y Benito Mussolini- sufrían de problemas digestivos debido al estrés de las gigantescas responsabilidades que cargaban sobre sus hombros.
La flatulencia crónica de Hitler puede haber sido la razón por la que se volvió vegetariano y permitió que un curandero llamado Theodoro Morrell lo medicara con hasta 28 pociones distintas, incluyendo una hecha con extracto de heces de campesinos búlgaros.
A Muammar Gaddafi, en cambio, no le molestaba su flatulencia, que era famosa.
A Mussolini, en medio de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que examinarlo un doctor nazi cuyo diagnóstico fue que estaba peligrosamente estreñido.
En contraste, Mao Zedong, un carnívoro apasionado, fue de por vida un mártir de sus "necesidades": "Como mucho y excreto mucho", reportó en una carta a un camarada en sus primeros días.
Mucho después, en una visita a la Unión Soviética para encontrarse con Iósif Stalin, se enfureció pues no pudo defecar debido a que el tipo de inodoro al que estaba acostumbrado no existía en Moscú.
Veladas provocadoras
El camarada Stalin parece haber tenido una constitución de hierro... en su casa de campo en Kuntsevo se servían deliciosas especialidades georgianas junto con abusivos juegos de poder.
Duraban unas cinco o seis horas, de las 11 de la noche a las 5 de la mañana por ejemplo, y eran una forma de tortura refinada gracias a la participación obligada en juegos de bebedores, canciones y danzas.
El exceso de alcohol mezclado con el miedo paralizador y las bromas crueles dejaron una vez a Nikita Khrushchev en un estado miserable, incapaz de mantener el equilibrio e incontinente.
La única manera que encontró el camarada Tito de Yugoslavia para evitar tal destino fue vomitar adentro de las mangas de su chaqueta.
Al parecer, Ferdinand e Imelda Marcos también disfrutaban de veladas retadoras, aunque un poco menos brutales. En una ocasión, Imelda le ordenó a todos los altos mandos del ejército filipino que se vistieran como mujeres para una de las fiestas de cumpleaños de su marido.
El vegetariano Hitler aparentemente hablaba durante la comida sobre lo que ocurría en los mataderos ucranianos de tal manera que sus invitados carnívoros no podían seguir comiendo.
Sin embargo, es difícil imaginarse que una conversación de ese estilo hubiera hecho que ni Jean Bedel Bokassa, de la República de África Central, ni Idi Amin, de Uganda, ni Francisco Nguema, de Guinea Ecuatorial, perdieran el apetito.
Hay fuertes sospechas de que todos ellos pecaron de canibalismo.
Nosotras en el libro no incluimos la receta para preparar un cuerpo humano relleno de arroz y flambeado con ginebra, como lo hizo el antiguo cocinero de Bokassa, quien no podía recordar si el cadáver que asegura que Bokassa le ordenó que preparara era de hombre o mujer.
Salvándole la vida al líder
Los degustadores inevitablemente eran imprescindibles y muy valorados entre los más crueles y paranoicos de nuestros personajes.
Hitler tenía un equipo de 15 degustadoras a mano durante los años de la guerra: nada llegaba a su mesa hasta que se confirmara que las chicas seguían vivas 45 minutos después de ingerirlo.
El hijo de Saddam Hussein, Uday, fue golpeado y encarcelado por matar a uno de los degustadores que servían a su padre.
Ceausescu de Rumania nunca viajaba sin su oficial de seguridad, quien además era químico e iba equipado con un laboratorio móvil para examinar la comida.
Pero al final, por supuesto, por más degustadores, químicos, caprichos y meticulosidades, nada los iba a salvar de lo que nos espera a todos: la muerte... que para muchos de ellos fue violenta.
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