Ya con los autores materiales de los incendios a mano, conocida la forma empleada por los jóvenes para penetrar en las oficinas, descifrado el modus operandi del grupo, faltaba un asunto por precisar. Entonces un Johnny Abbes inquisitorial -regulando desde su escritorio en la sala de interrogatorios y torturas de La 40 la intensidad del voltaje de la siniestra silla eléctrica- preguntó: “¿Quién es el autor intelectual?”. Agregando de inmediato, sin esperar respuesta: “Eso de Nueva Trinitaria me huele a Balaguer”. Afirmación que disparó la alerta del coronel Pirulo Sánchez Rubirosa, asistente personal de Ramfis y presente junto al jefe de la Aviación Militar general Tunti Sánchez, quien sugirió persuasivo: “Johnny, deja esa vaina con Balaguer que nos va a meter en problemas”. Mientras un impasible Abbes García, jefe del SIM con acceso privilegiado a Trujillo, patentizaba su consabida animadversión hacia el autor de El Cristo de la Libertad, ripostando cínicamente: “¿Usted se refiere al vicepresidente Balaguer?”
Un Balaguer que paradójicamente alcanzaría la presidencia gracias al fracaso del atentado a Betancourt fraguado por Abbes y las consiguientes sanciones aplicadas por la OEA. Quien acordaría con Ramfis extrañar del país al endiablado personaje en una de las primeras medidas adoptadas durante la transición tras el ajusticiamiento del tirano. Y que un 30 de mayo de 1967, ya como presidente surgido de las urnas, habría coadyuvado a despachar a su declarado enemigo, entonces en Puerto Príncipe al servicio del no menos tenebroso Papa Doc Duvalier, aprovechando la polvareda de una purga militar que conllevó el fusilamiento de un grupo de oficiales.
Como lo documenta Tony Raful en una columna publicada en 2009 y tal me lo revelara Rafael Bonilla Aybar, quien algo tuvo que ver, junto al cónsul dominicano Carlos García Mendieta, en la tramitación de la encomienda ejecutada por un oficial haitiano y en el rescate del borrador de las memorias escritas por Abbes, publicadas por el editor e historiador Orlando Inoa. Todo ello, siendo canciller Marullo Amiama Tió, hermano de Luis Amiama Tió, uno de los dos sobrevivientes del grupo magnicida del 30 de mayo del 61. Obvio que Balaguer nada tenía que ver con las acciones de los nuevos trinitarios, aunque la perversidad de Abbes lo insinuara.
En represalia por el complot develado a tan solo una cuadra del Palacio Nacional, el SIM desplegó un operativo extraordinario de vigilancia y control en nuestro barrio. El acceso a los hogares, particularmente aquellos situados justo detrás de la mansión de Alma McLaughlin -esposa del presidente generalísimo Héctor B. Trujillo- ubicada en la calle Dr. Delgado entre Francia y Cachimán, fue objeto de un tratamiento especial, colocándose un servicio permanente en las aceras. Todos los movimientos estaban estrictamente chequeados por agentes de la temible agencia de espionaje y represión.
Por una temporada nos tocó entre otros Estrada Malleta, quien luego destacaría como coautor del cobarde asesinato de las hermanas Mirabal. Las compras de comestibles que realizábamos en la Casa Pérez, enviadas luego en una guagüita hasta la puerta del hogar, eran revisadas funda por funda. Los potes de peces que le compraba a don Vicente Tolentino o a otros criadores para fomentar mi propia cría, llevados envueltos en fundas de colmado, también debían pasar por la criba del calié de turno. Ni hablar del patrullaje intimidador de los cepillos del SIM con su característico golpe de las revoluciones del motor amplificadas en el silencio de la noche y por la marcha lenta, que le taconeaba los talones al transeúnte y le enfriaba a cualquiera la sangre. Temeroso a que detuviera la marcha, se abriera la puerta y le dijeran sus ocupantes, “súbete, vamos a dar una vuelta”.
En una ocasión, al regresar en la tarde del Colegio Don Bosco, me detuve en el pórtico de mi casa junto a dos compañeros uniformados de kaki y verde claro. Leíamos una hoja impresa a mimeógrafo que me habían entregado en el colegio en la que se instruía cómo formar cadenas de intercambio de postales. La fórmula sugerida consistía en reclutar a tres compañeros para tales fines y éstos a su vez replicar la operación, formando así la cadena. Mientras nos enterábamos de pie a plena luz de la tarde sobre esta novedosa iniciativa, una mano larga se extendió desde mis espaldas y nos arrebató el papel. Era el ya nombrado agente del SIM, quien de inmediato aseveró: “Ah, esto es como La Trinitaria, que cada uno busca tres y forma un grupo… ¿Dónde te dieron este papel?” Yo respondí lo obvio, que en el colegio. El calié entonces me dijo autoritario: “Mañana a las 7 te vengo a buscar para que me acompañes al SIM y expliques allí este asunto”, quedándose con el impreso.
Tras esa incursión inesperada el grupo se disolvió. Yo entré a mi casa y le conté a mi madre. Afortunadamente ese día se jugaba pelota en el Estadio Presidente Trujillo (hoy Quisqueya) y mi tío Arístides Álvarez Sánchez –hijo de don Cucho Álvarez Pina-, a la sazón presidente del Tribunal Superior de Tierras y secretario de la Liga Dominicana de Beisbol, me pasó a buscar para ir al play. Aproveché y le conté lo sucedido. Al día siguiente, listo para acudir al SIM, se presentó el agente en la galería y llamó a la puerta a mi madre para decirle que ya no era necesario que lo acompañara a las oficinas de la agencia de espionaje y terror, que todo se había aclarado, devolviendo el papel.
Sin embargo, tiempo después conocí el interior de dichas instalaciones sitas en la Avenida México esquina 30 de Marzo, por las que pasaba casi a diario cuando me movía entre mi casa en la Martín Puche y la de mi abuela en La Trinitaria. Al acompañar a mi madre –“José, eres el hombre de la casa”, aunque tenía 12 años-, requerida para responder ciertas preguntas, a raíz de una solicitud de ingreso de mis hermanas a la Universidad. Para viabilizar la inscripción se exigía entonces una certificación de buena conducta emitida por la Procuraduría General de la República, previa depuración del SIM. Un primo hermano nuestro, Jesús del Castillo Díaz, hijo del tío Amable del Castillo, ex capitán del Ejército Nacional, vino en la expedición del 14 de junio del 59, fusilado en San Isidro como tantos otros.
En el lobby principal sobre una pared figuraba un pez con la boca abierta y la reveladora inscripción a modo de advertencia: “Por la boca muere el pez”. El interrogatorio que practicó el mayor Candito Torres Tejeda a mi madre se centró en la relación de parentesco con el expedicionario y su profundidad. Que si nos carteábamos con frecuencia; que si nos comunicábamos por teléfono. La realidad era que nosotros, aunque sabíamos de la existencia de este primo que residía en Estados Unidos y de su desenlace fatal, no manteníamos contacto con él. Mi madre, una mujer de temple fuerte y valiente, fue directa en cada respuesta, ante la insistencia del oficial que lucía no convencido con lo que se le decía. Lo cierto fue que el SIM negó su visto bueno, pero Fefita apeló a la Procuraduría. Gracias a su tenacidad logró que el funcionario a cargo, bajo su entera responsabilidad, emitiera la certificación que viabilizó la inscripción de mis hermanas.
En esas Navidades tristes del 59 se organizó en mi hogar una hora santa vespertina que congregó a un buen número de las madres del barrio, entre ellas las afectadas por el apresamiento de sus hijos y las vecinas solidarias más próximas, de la confianza de Fefita. Allí estuvieron Caridad Keppis, Estela Espaillat, Fiordaliza Naut, Venecia García, Lola de Pimentel, Victoria Hernández de Sanjurjo, Juanita Vda. Olmos, Altagracia Campos Navarro, Cufeta y Paulina Thomas Billini, Celeste Ricart de Defilló, Fior Medina de Morales, mis tías Consuelo y Mencía del Castillo y otras damas valientes, formando una cadena de oración por la preservación de la vida de los muchachos. Con el calié ansioso en la puerta. Ese día, al llegar a la casa, descubrí que la invocación se hacía guiada por un texto mecanografiado en papel de copia, elevándose plegarias al Señor (padrenuestros y avemarías) pidiendo la caída del tirano y exhortando a replicar la cadena. En un acto de insólita temeridad.
Y no era de extrañar en esa casa de la Martín Puche 5, donde nunca se colgó una placa de bronce o un retrato de Trujillo y en cambio sí figuraba un verdadero retablo en la sala y el comedor formal con los retratos de los hermanos del Castillo Rodríguez Objío. Dominando el venerado apuesto Luis Conrado, fallecido en 1927 en accidente automovilístico, seguido por el patriarca generoso Jesús, secuestrado y desaparecido en 1949, el joven talentoso Francisco, mi padre, víctima ese año de una azarosa intervención quirúrgica repleta de conjeturas, culminando con el buenmozo temerario Fernando, asesinado en 1951 por sicarios del régimen junto a Benoit, encargado de la finca de Maimón de Jesús, administrada por su viuda Charo Ginebra.
Un grupo de madres-coraje, como en otras ocasiones en la historia, rescataba la dignidad marchita bajo la dictadura. Cuando las cárceles se poblaban de sueños libertarios y la protesta crecía.
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