El régimen cubano, incrustado en medio de la cultura occidental, y una de las pocas reliquias del socialismo real que resistieron la tercera ola de la democracia, es hoy una absoluta y rancia anomalía. La idea de que la cultura y la sanidad son avances suficientes para compensar la pobreza, el aislamiento y la dictadura ya no se sostiene. Y en la práctica no existe ningún ránking reconocido que no sitúe a Cuba a la cola del bienestar, no solo por comparación con Europa y América del Norte, sino también con esa América Latina que tanto sufrió por la desigualdad y la dictadura, y que ahora progresa en un contexto económico y político homologable. El régimen cubano no tiene más esperanza de vida que la de sus dinosaurios, y por eso hay que celebrar que el pragmatismo de Raúl Castro haya querido ahorrarles a sus conciudadanos una transición que podría ser agónica y miserable.
Y el bloqueo que Washington mantuvo a rajatabla, con tanta ceguera social y tanta contumacia política, era otra anomalía. Un extraño postureo que, sostenido con argumentos propios del macartismo y de la Guerra Fría, y apoyado por la reaccionaria inmigración cubana asentada en Miami, constituyó una inexplicable excepción a esa política exterior americana que lleva setenta años coqueteando con todos los dictadores militares sudamericanos, que dialogó en todo tiempo y en todas las direcciones con las variopintas dictaduras y autocracias del Medio Oriente y del Norte de África, que mantiene excelentes relaciones y complicidades con China, y que solo se ponía divina ante las barbas de Fidel Castro.
El resultado fue un aislamiento tan injusto como un saqueo y tan ineficiente como las torturas de la CIA, que hizo sufrir horrores a la población mientras inmunizaba a la dictadura, que ahora acaba en tablas -aunque con una enorme victoria moral de los cubanos-, y que impedirá, por muchos años aún, que el American way of life extienda sus tentáculos y sus negocios por la isla caribeña. La apertura de relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, imprevista deriva de la descomposición acelerada que está sufriendo la gendarmería imperial marca, como ya lo hiciera la caída del muro de Berlín, un cambio de época. Y por eso hay que alegrarse mucho de que sus protagonistas -Castro y Obama- hayan querido escenificar un final dialogado con la mediación de la Iglesia Católica.
De este lado del océano tenemos que lamentar, sin embargo, que la Unión Europea siga teniendo una diplomacia de la señorita Pepis, y que, habiendo tenido todas las oportunidades posibles para resolver con dignidad este entuerto, tengamos que ver en pantalla de plasma como los tres mosqueteros -Castro, Francisco y Obama- se echan pétalos de flores y posan para la gran historia. El camino, supongo, será largo. Pero su final feliz parece inexorable.
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