“Aníkena Ñandejára amanóti ko pyharépe. Ahechase jey chesýpe (Dios mío, no permitas me muera esta noche. Quiero volver a ver a mi mamá)”. Tirado en el piso de una de las torres del Regimiento Escolta Presidencial, Juan Carlos Almada rezaba, temeroso de que fueran los últimos instantes de su vida. Tenía 17 años y acababa de recibir dos balazos en la cabeza y un tercero en la pierna derecha.
Cerca de él, un joven rubio daba sus últimos gemidos.
Unas horas antes, de sorpresa, militares de otras armas habían rodeado el Regimiento Escolta y abrieron fuego contra ellos.
Pasaría un buen tiempo antes de que supiera que se trataba de un golpe de Estado para derrocar al dictador Alfredo Stroessner. Juan Carlos y sus compañeros debían resistir, era la orden que habían recibido y no les quedaba otra. Nunca les preguntaron si querían estar en algún u otro bando aquella noche.
Sentado en el patio de su casa, una humilde vivienda ubicada en una compañía rural de Ypané, donde vive rodeado de la más extrema pobreza, Juan Carlos todavía recuerda los detalles de la noche en que siendo un adolescente, casi un niño todavía, le tocó ser protagonista involuntario del golpe de Estado.
Rodeado de pobreza
Cerca de nosotros, su madre, una mujer de 65 años a la que la edad le ha dejado numerosas marcas en el cuerpo, se acuclilla e intenta encender infructuosamente un fósforo para avivar las leñas sobre las que cocinará la comida del día. No cuenta siquiera con una cocina y por ello debe improvisar una a la intemperie, cerca de algunos de los elementos que recolectó para vender como material reciclado, a fin de conseguir algo de comer para sus hijos.
Juan Carlos no oculta el dolor cuando cuenta que su madre, ya de avanzada edad, tiene que seguir trabajando debido a que él no puede hacerlo como consecuencia de las secuelas. Las balas que le alcanzaron lo dejaron ciego.
El ataque al puesto 1 del Regimiento Escolta Presidencial tomó de sorpresa a Juan Carlos Almada y a los muchachos que lo acompañaban. “Apuntaron a la torre en la que yo estaba y comenzaron a disparar. Nos disparaban y nosotros teníamos que disparar también, si teníamos que defendernos”, afirma.
Como si el haber recibido dos balazos en la cabeza y uno más en una de las piernas fuera poco, Juan Carlos tuvo que aguantar que los efectivos de Caballería lo llevaran y lo mantuvieran preso durante seis meses. Seis largos meses durante los cuales era sometido sistemáticamente a torturas y golpes.
Su abuelo y su abuela fueron los que tuvieron que buscarlo durante ese medio año, porque su madre había viajado a Buenos Aires en busca de mejores oportunidades laborales.
Perder absolutamente todo
Cuando por fin pudo salir libre, ya comenzó a experimentar algunos problemas de la vista, aunque la ceguera total le llegaría dos años después. Y cuando perdió ese sentido, según sus propias palabras, terminó perdiendo todo.
Este nieto de un combatiente de la Guerra del Chaco soñaba con terminar sus estudios y avanzar en la vida.
“Perdí todo, perdí totalmente, hasta a mi familia. Nunca pude formar una familia por culpa del golpe de Estado. Perdí mi juventud, mis ojos. ¿Qué es lo que tengo? Nada tengo. Si pudiera ver podría tal vez trabajar, podría ser de provecho para mi mamá y mi hermano que está enfermo”, dice con dolor en la voz.
“Dios me permitió verle otra vez a mi mamá, pero dos años más tarde ya no le pude ver a nadie. A mis hermanos menores ya no les pude ver”, termina. En ese momento, su cara se desfigura y la voz se le quiebra.
Lo dieron por muerto
Carlos Romero tenía 16 años, cuando se desató el golpe. Como tantos otros, no tuvo opción y al alcanzar la edad tuvo que presentarse al Servicio Militar Obligatorio, donde le asignaron al Regimiento Escolta Presidencial.
En la noche de la Candelaria de 1989, cumplía funciones en las inmediaciones del edificio del Estado Mayor cuando se desataron los combates.
“Ahí vi a todos mis camaradas muertos, gritando, llorando de desesperación”, recuerda Carlos mientras recorre con nosotros la zona donde estuvo en aquella noche. Le cuesta continuar, pero toma fuerzas y sigue. “Yo podía ser el siguiente”, dice.
Desarmado y asustado, consiguió escabullirse hasta las primeras horas de la mañana, cuando todo había terminado. Se despojó de su uniforme y fue caminando desde Asunción hasta su casa en Atyrá.
Al llegar encontró a su madre llorando porque le habían dicho que él era uno de los muertos. “Mi mamá se puso a llorar de felicidad y me abrazó”, rememora.
Una semana después del golpe, los militares llevaron a su madre un cajón cerrado diciéndole que adentro estaba el cuerpo de su hijo. Cuando ella les dijo que había visto vivo a Carlos, pensaron que estaba desvariando.
El error fue tal que construyeron una casa en Atyrá con la intención de entregársela a la mamá de Carlos, aunque ella nunca la tomó. Su nombre sigue figurando en el Panteón de los Héroes como uno de los caídos en aquellas jornadas.
“Hace 28 años que seguimos luchando y el Gobierno nunca se acordó de nosotros. Hay muchos camaradas que quedaron con secuelas, quedaron ciegos o postrados en camas, otros recorren las calles porque no se quedaron bien mentalmente”, cuestiona.
A casi tres décadas, el número de niños soldados muertos durante el derrocamiento de Stroessner sigue generando controversias. Estos olvidados del golpe de Estado piden que las autoridades los escuchen y ayuden a quienes quedaron con graves secuelas tras aquellas jornadas.
juan.lezcano@abc.com.py
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