En pleno siglo XXI existen pocas personas que no hayan oído hablar de las torturas perpetradas por Josef Mengele en Auschwitz, el campo de exterminio más tristemente famoso del Tercer Reich. Pruebas con niños gemelos, extracción de órganos... Sin embargo, el centro (que era protegido por guardias cuya identidad ha sido desvelada hace menos de una semana por Polonia) no fue el que acogió las pruebas más crueles realizadas en seres humanos.
Por el contrario, este horrible honor lo tenía el campo de Dachau. Y es que, fue entre sus muros donde el médico Sigmund Rascher protagonizó algunos de los test más sádicos de toda Alemania. Entre los mismos destacaron las horribles experimentos sexuales. En ellos, obligaba a una prisionera a mantener relaciones con un reo que había sido introducido previamente en agua gélida (y había caído inconsciente) para intentar que su hipotermia remitiese. De esta forma, buscaba encontrar un método efectivo para que los pilotos de la Luftwaffe no fallecieran de frío después de ser derribados sobre el océano.
A las órdenes del Reich
Sigmund Rascher nació en Múnich bajo el paraguas de una familia adinerada. Era, casi se podría decir, un 'niño bien' al que la vocación de médico le venía de su padre, también facultativo (y, todo hay que decirlo, mucho mejor que él). En 1930 (es decir, a los 21 años) comenzó sus estudios de Medicina y, tan solo tres después, se afilió al Partido Nacionalsocialista Alemán y a las SA. Aquello significó el despegue de su carrera ya que, poco después de acabar sus estudios (allá por 1939), entró al servicio de la Luftwaffe (la fuerza aérea germana, una de las patas del ejército más ideologizada por el nazismo gracias a Hermann Goering).
Pronto demostró su compromiso con el régimen de Adolf Hitler, como bien explica el autor Manuel Moros Peña en «Los médicos de Hitler» (Nowtilus): «Su fanatismo era tal que ese mismo año denunció a la Gestapo a su propio padre». ¿Por qué? Simplemente, por defender el juramente que había hecho como facultativo de proteger a sus pacientes. Aquello le hizo ganar todavía más puntos ante el alto mando germano. Su ascenso a la cima terminó a los 30 años, cuando se casó con Nini, una antigua amante de Heinrich Himmler (el jefe de las SS). A partir de entonces, el líder nazi empezó a colmar de presentes y de atenciones a la pareja. Era, en definitiva, todo un contacto.
Si anteriormente su carrera había subido como la espuma, en ese momento terminó de catapultarse. Y es que, de la mano enguantada de Himmler, Rascher accedió a la «Ahnenerbe» (más conocida por ser una sección de investigación paracientífica de las SS) con el cargo de SS-Sturmführer.
¿Se merecía su suerte? Tal y como afirma Nikolaus Wachsmann en «KL Historias de los campos de concentración nazis» (Crítica), no: «La rapidez con la que ascendió […] se debió a su ambición unida a la de una esposa no menos resuelta que supo exprimir su relación con Himmler». Sin embargo, no era precisamente querido por sus compañeros. De hecho, uno de ellos (el profesor Karl Gebhardt, jefe médico de las Waffen-SS) solía afirmar que, si los informes que entregaba Rascher fuera de uno de sus alumnos de primer curso, le expulsaría inmediatamente de su despacho.
El comienzo
Con la llegada de la primavera de 1941, Rascher vio su sueño hecho realidad cuando el Reich hizo un llamamiento a sus médicos para solventar un severo problema. Por entonces los alemanes andaban inmersos en una serie de proyectos para superar a los cazas británicos, y habían ideado un tipo de avión que podía ascender más que ellos para tener ventaja a la hora de atacarles.
Todo parecía idóneo, pero en las primeras pruebas que se hicieron con dichos aeroplanos (en las que se utilizaron monos para simular pilotos) se observaron varios problemas. El más importante era que, al ascender tanto (unos 12.000 metros), si la cabina se rompía durante un enfrentamiento, los aviadores se verían sometidos a un fuerte cambio de presión al lanzarse en paracaídas. Es decir, que sufrirían de una falta de oxígeno considerable. ¿Sería suficiente como para matarles? Era difícil saberlo.
Sabedor de que era un momento idóneo para poner en práctica sus habilidades y ganar puntos ante el Reich, Rascher envió una carta a su gran amigo Himmler solicitándole una auténtica barbaridad: «Lamentablemente no se han podido hacer experiencias sobre material humano, porque estas experiencias eran muy peligrosas y nadie se prestaba a ellas voluntariamente. Por eso me he decidido a plantearle una cuestión de capital importancia: ¿Puede usted poner a nuestra disposición dos o tres criminales profesionales con fines experimentales? Estas experiencias, en el curso de las cuales los sujetos de las mismas pueden morir, se harían, por supuesto, con mi activa participación».
Por «criminales», el médico entendía los reos que habían sido enviados a campos de concentración. A su vez, señalaba que sería una buena forma de redimir a los «débiles de espíritu», que podrían así «servir de material de experimentación».
La respuesta llegó poco después, y firmada por el secretario personal de Himmler (pues él se encontraba de viaje): «Puedo decirle que los presidiarios serán puestos a su disposición gustosamente para los experimentos».
El 14 de febrero de 1942 (día de San Valentín) arribaron además hasta el campo de concentración de Dachau (donde estaba destinado Rascher en un laboratorio) cuatro oficiales alemanes para supervisar las pruebas. «Sería la primera vez que seres humanos se verían obligados a participar en los experimentos médicos del Tercer Reich», señala Moros en su obra. Fue entonces cuando, como explica el periodista Óscar Herradón en su obra «La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich» (editado por Edaf) dio rienda suelta a toda su brutalidad.
Primeros experimentos
Los primeros experimentos que realizó Rascher fueron en una extraña cámara de descompresión. Era de forma esférica y, de ella, se podía extraer el aire. Su objetivo era simular las condiciones que sufrían los pilotos germanos cuando se lanzaban desde una altura de hasta 20.000 metros.
Ya solo le quedaba poner cara y cuerpo a los presos que iban a ser sacrificados en favor de la ciencia nazi. Los pobres incautos no solo no fueron obligados a ser cobayas humanas, sino que se ofrecieron voluntarios. Y es que, se les dijo que no sufrirían ningún tipo de daño y que, tras los experimentos, serían liberados. Lo único que solicitó el médico es que aquellos que llegaran a su despacho tuvieran las mismas características físicas que un aviador de la Luftwaffe. Se presentaron 70 reos, y fueron seleccionados 10.
El 22 de febrero se llevó a cabo la primera prueba. Su objetivo era determinar la máxima altitud a la que se podía arrojar un piloto desde su avión para no fallecer. Los test consistían en introducir al reo en la cámara de descompresión con una máscara de oxigeno. Posteriormente, se extraía el aire de su interior. Se hacía poco a poco en un intento de recrear las condiciones que tendrían que soportar en un ascenso los pilotos de la Luftwaffe.
Cuando se llegaba a una supuesta altura, los médicos ordenaban al reo quitarse la máscara... Y comenzaba el sufrimiento. El caso de una de aquellas cobayas humanas lo explica Herradón en su obra, en la que señala que se obligó a un judío de 37 años a «caer» hasta en tres ocasiones desde una altura de 12 kilómetros. «Tras la tercera caída, entró en estado agónico, muriendo poco después».
Los que más suerte tenían eran aquellos que fallecían al instante. Por el contrario, había otros reos que no disfrutaban de esa dicha. Estos padecían convulsiones. Después, su cuerpo se agitaba. Moros pone como ejemplo lo que le sucedió a otro de los reos cuando se quitó la máscara después de que se extrajera el oxígeno de la cámara simulando una altura equivalente a 15.000 metros.
«Inmediatamente, su cuerpo comenzó a agitarse, presa de convulsiones. A 14.000 metros, se puso rígido y se sentó como un perro. Comenzó a jadear y emitir gruñidos con los miembros contraídos y los ojos a punto de salírsele de las órbitas», explica. No fue lo único que le sucedió. Posteriormente comenzó a llorar, su rostro se deformó, y se mordió la lengua. Cuando le sacaron no podía andar y no recordaba su nombre.
¿Sirvieron de algo aquellos experimentos? Tal y como afirma Herradón en «La Orden Negra», no: «Sin duda Rascher disfrutaba con el sufrimiento ajeno y el espectáculo de la lucha al límite por la supervivencia». Por si eso no fuera ya horrible, este doctor solía diseccionar los cadáveres de sus víctimas con el objetivo, según decía, de investigar cómo habían respondido sus órganos internos a los diferentes grados de presión. En las imágenes que han sobrevivido a los años, se puede apreciar a reos fallecidos, con el cráneo abierto y el cerebro al aire, preparados para ser investigados.
Y estos solo fueron los experimentos oficiales, los que Rascher perpetró teniendo frente a sí a uno de sus superiores.
Posteriormente, llevó a cabo una segunda tanda de pruebas, pero esta vez mucho más crueles. En este caso, introdujo a los reos en la cámara, aunque sin máscara de oxígeno. El resultado fue expuesto por el ayudante de Rascher en un informe que, posteriormente, salió a la luz: «He observado personalmente como a un prisionero encerrado […] le estallaban los pulmones. Cierta clase de ensayos han producido tal presión en las cabezas de estos hombres que se volvían locos y se arrancaban los cabellos en un esfuerzo desesperado por mitigar aquella cruel sensación». Dichos test solían terminar con el fallecimiento del sujeto.
Agua helada
Estos no fueron, con todo, los experimentos más bárbaros de Rascher. Después de no haber obtenido ningún dato de interés en sus pruebas en la cámara de despresurización, el médico decidió aportar su pequeño (y sádico) granito de arena en lo referente al rescate de los pilotos de la Luftwaffe.
En este caso, acometió la congelación. Una dificultad mortal que sufrían los aviadores cuando caían sobre las aguas. El problema era que la mayoría, a pesar de ser rescatados, morían poco después debido a la hipotermia. ¿Cuál era la forma más efectiva de calentar el cuerpo humano en esos casos para evitar la muerte? ¿Se podía detener su fallecimiento? Todas estas cuestiones se las planteó nuestro infame doctor. Y, para resolverlas, contactó de nuevo con Himmler.
Así logró que, en agosto de 1942, se le permitiera utilizar prisioneros (la mayoría soviéticos) para experimentar. No era algo nuevo para él, al fin y al cabo. Sin embargo, desde la sede del Reich no se fiaban demasiado de Rascher, así que le enviaron dos «niñeras»: Ernst Holzlohener y August Finke (ambos profesores de fisiología en la universidad de Kiel). Bajo su supervisión, Rascher comenzó a introducir a los prisioneros en un tanque de agua gélida que contaba con una temperatura de entre 2 y 12 grados.
«Algunos fueron metidos en el tanque con los trajes protectores y los chalecos de la Luftwaffe, pero otros fueron dejados en el agua helada desnudos», señala Moros. Allí eran abandonados 1 hora, tiempo tras el cual perdían el sentido debido a la hipotermia. Algunos debían soportar el trauma de ser sedados, un método mediante el que sus músculos se relajaban. El objetivo, en este caso, era comprobar la respuesta del cuerpo bajo esas premisas.
Pasado el período de tiempo que Rascher consideraba más adecuado, los reos eran sacados del agua. Entonces se les trataba de reanimar de diferentes formas. Las más habituales eran las siguientes:
1-Inyectándoles agua hirviendo en el estómago.
2-Sumergiendo sus cuerpos en agua caliente.
3-Introduciéndoles en sacos de dormir previamente calentados.
4-Tapándoles con mantas.
5-Dándoles de beber alcohol.
6-Haciéndoles tomar fármacos.
Únicamente se volvió a comprobar que la mejor forma era introducir a los pilotos en un baño calentado a 40 grados. Algo que ya se sabía desde el siglo XIX. Aquellos experimentos solo sirvieron (además de para hacer acopio de datos que, curiosamente, fueron usados luego por los Estados Unidos) para generar un gigantesco sufrimiento.
En palabras de Wachsmann, un ejemplo claro de ello fueron los gritos desesperados de un hombre que, tras pasar más de una hora en el líquido elemento, empezó a pedir desesperadamente en un mal alemán que le sacasen de allí: «¡Ninguna más agua! ¡Ninguna más agua!». Uno de los pocos que sobrevivieron fue Leo Michalowski quien, durante los juicios de Nuremberg, definió así su estancia en la piscina: «Sentía que me estaba congelando en aquella agua; tenía los pies agarrotados como el hierro, y las manos también. Era incapaz de llenarme los pulmones de aire».
Experimentos sexuales
A pesar de la barbarie, los germanos quedaron sumamente contentos de los resultados obtenidos por Rascher. Pero, como todo en esta vida tiene un final, las pruebas se terminaron y las dos «niñeras» del doctor acabaron abandonando Dachau y regresando a la capital del Reich. Aquel podría significar el final de los test del cruel médico... pero este tenía otros planes. Sin supervisión, y sabedor de que tendría el total apoyo de Himmler, comenzó entonces una serie de locos experimentos con los que llenar su tesis doctoral.
El primero fue uno de los más bárbaros, y consistía en introducir a dos reos rusos en aguas gélidas totalmente desnudos durante dos horas. Algo inhumano, pues el tiempo superaba con creces el habitual. Tampoco permitió a sus ayudantes que les inyectaran cualquier tipo de calmante cuando estos vieron que su sufrimiento era inhumano. Ambos, lógicamente, murieron.
Pero no fue el único. Rascher alcanzó el siguiente nivel de barbarie, nuevamente, gracias a la ayuda de Himmler.
Y es que, a este le fascinaron tanto las pruebas que propuso a su pupilo tratar de reanimar a los presos con lo que él llamaba «calor animal». Concretamente, supuso que el medio más prometedor de devolverles la vida después de padecer hipotermia era el calor sexual. «Con el fin de probar su hipótesis pidió a Rascher que introdujera en sus experimentos mujeres desnudas», determina en su obra el anglosajón. Tal y como suena. Al poco tiempo, llegaron del campo de concentración de Ravensbruck cuatro prisioneras para servir de conejillos de indias para los nazis.
Las formas de «calentar» a los presos con hipotermia mediante mujeres eran varias. La más básica era que estas se ubicaran a sus lados para, simplemente, transmitirles temperatura mediante sus cuerpos. A parir de ese punto, la imaginación de Rascher hizo el resto.
Un ejemplo es que intentó varias veces que las prisioneras hiciesen «tocamientos» o masturbaran a los reos noqueados para que volviesen a su ser..
El método era totalmente ineficaz, pero el médico siguió intentando que funcionase para complacer a Himmler, que estaba totalmente obsesionado con el tema. «Rascher instaló un espacioso lecho en su laboratorio, donde colocaba a los prisioneros congelados entre dos de las cuatro prisioneras traídas para tal propósito desde el campo de Ravensbrück. Completamente desnudas, las mujeres debían apretarse a él lo más posible y tratar de provocar el coito», añade Moros.
Los experimentos interesaron tanto a Himmler, que él mismo se desplazó hasta el campo de concentración de Dachau para «disfrutarlos» en primera persona. «El cabecilla de los voyeurs no era otro que el mismísimo Reichführer de las SS. Aquel reprimido sexual sentía una “gran curiosidad” por los ensayos, y se aseguró de no perdérselos», determina, en este caso, el autor anglosajón.
Una de sus visitas más sonadas se sucedió el 13 de noviembre de 1942, cuando vio con sus propios ojos como dos mujeres eran obligadas a mantener relaciones sexuales con un hombre que había sido arrojado a un tanque de agua helada. A pesar de las pruebas, no se logró verificar la teoría, aunque Rascher terminó considerándola una forma alternativa de salvar a los pilotos cuando el resto fallaran. Simplemente, por dar la razón a Himmler.
Eso no le sirvió para salvar su vida. Cuando el mundo se enteró de que los hijos de Rascher no eran suyos, y que los había «robado» de otra pareja, se le mandó ahorcar junto a su mujer en el mismo campo de concentración de Dachau. Finalmente, el verdugo probó el triste sabor de su propia hacha.
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