REALPOLITIK I 5 de febrero de 2017
Por SABINO MOSTACCIO
Por SABINO MOSTACCIO
El 27 de febrero de 1945, tropas soviéticas al mando del mariscal Iván Koniev se topan con lo que en apariencia era otro campo de prisioneros y trabajos forzados en la Polonia ocupada por la Alemania nazi. Pero mayúscula fue la sorpresa cuando los soldados encontraron a 2820 personas harapientas y desnutridas, en pésimas condiciones, medio muertas y medio vivas.
A medida que comenzaron a registrar el campo lo que hallaron fue escalofriante, aun para hombres acostumbrados a la brutalidad y dureza de una guerra caracterizada por enormes dosis de violencia. Hornos crematorios, con miles de restos humanos en su interior, fosas comunes, barracas de prisioneros en pésimo estado y las temibles cámaras de gas, que parecía ser el método de ejecución predilecto.
No se halló presencia alemana pues los guardias y el personal habían huido junto a algunos miles más de cautivos, pero los que no pudieron marchar, quedaron atrás y recibieron a los soldados de Stalin como libertadores.
Semanas después, los aliados occidentales tuvieron su contacto con el horror cuando las tropas estadounidenses del general George Patton se toparon en el valle del Rin con otros campos similares. Los horrorizados soldados no pudieron contener su espanto y su indignada sorpresa, pero no obstante no imaginaban que todo era parte de un plan sistemático de extermino de parte del régimen nazi hacia quienes no encajaban en su ideario racial y dogmático.
Todo este horror fue ventilado en los Juicios de Núremberg entre 1946 y 1948, llevados a cabo tras el derrumbe del régimen nazi, previa rendición de su capital Berlín en mayo de 1945. Si bien era conocido a nivel mundial el proverbial racismo de Adolf Hitler y sus seguidores, nadie imagino que podían llegar a tal nivel de atrocidades e inhumanidad.
Pero la realidad es que muchos espíritus atentos que incluían a dirigentes políticos, espías, miembros de la Cruz Roja, de la Iglesia y de la Resistencia Polaca, por no decir algunos lectores del opúsculo de Hitler “Mi lucha”, ya sabían años antes el nivel de perversidad alcanzado por la maquinaria nazi.
Ya desde 1942 los polacos venían informando a los mandos aliados de tales atrocidades, pero los rumores eran desestimados por increíbles y por no distraer recursos del frente, no obstante los prisioneros de guerra aliados fugados y hasta diplomáticos de países neutrales como el español Ángel Sáenz Briz y el sueco Raoul Wallemberg, los corroboraban y hasta se empeñaban en evitar las deportaciones de miles de familias perseguidas, hacia los llamados “campos de concentración”, intuyendo los horrores que les aguardaban.
Los mismos jerarcas nazis tampoco lo tuvieron tan claro. Hitler y el sector más extremista donde revistaban Heinrich Himler y Reinhardt Haydrich, abogaban por una solución drástica de limpieza étnica, siendo los judíos alemanes primero y luego los de los territorios ocupados, el blanco principal.
Otro sector, entre ellos Hermann Goering, Martin Boorman y Rudolf Hess, trataron de buscar soluciones menos extremas que no dañaran tanto la imagen internacional y el prestigio de Alemania ni tampoco despertaran muchos conflictos morales en los soldados y suboficiales del ejército alemán, algunos fervientes cristianos. Eran sensibles a las presiones de la Cruz Roja y las Iglesias de Alemania, que pedían un trato más suave a los disidentes.
Otros dirigentes europeos como Horthy y Petain, colaboradores de los ocupantes nazis, preferían esta solución. Se pensó desde la conversión forzosa de los judíos al cristianismo hasta la deportación a África, América y Palestina de aquellos judíos que no querían asimilarse, pasando por la ejecución de sus líderes políticos y comunitarios. Pero en diciembre de 1941, tras la entrada de Estados Unidos a la guerra, se decidió finalmente por el triunfo de la línea dura.
Las políticas de exterminio comenzaron cuando los campos se confiaron a la SS, la milicia partidaria y se quitó al ejército su supervisión. Los primeros candidatos al exterminio eran los más débiles: ancianos, niños, enfermos, todos aquellos que no podían emplearse como mano de obra. Los más sanos y fuertes, y los que habían pertenecido a las fuerzas armadas o a la clase alta alemana o de la Europa ocupada, podían largar un poco más su esperanza de vida y hasta comprar la libertad con apoyo de dignatarios extranjeros y eclesiásticos.
Entre 1941 y 1945, se calcula que murieron en los campos entre 6 y 9 millones de personas, la gran mayoría judíos, pero también prisioneros de raza eslava, disidentes políticos, miembros de los grupos de resistencia, gitanos, homosexuales, gente con discapacidades o enfermedades mentales, y hasta miembros del partido nazi que se atrevieron a desafiar a Hitler.
La mayoría de los oficiales responsables de la política de exterminio fueron juzgados en Núremberg y en los distintos países de Europa en años sucesivos, pero otros escaparon ya sea exiliándose en países neutrales, poniéndose al servicio de alguna potencia vencedora, o hasta por el suicidio.
Como sea, la marca indeleble de tales horrores quedó en Europa y sus pueblos grabada a fuego, y los fantasmas trataron de aventarse a través de la memoria y la justicia, y una decidía apuesta por la convivencia europea que llevaría a una nueva unión entre sus naciones. Pero también da lugar a arduos debates ideológicos y revisionistas que intentan contextualizar o minimizar el horror del exterminio nazi.
Sin duda su consecuencia más perdurable es el Estado de Israel, fundado pro sobrevivientes de los campos de exterminio y una nueva diáspora judía desde Europa hacia América, que permitió salvar la cultura judía. Al día de hoy muchos no olvidan ni perdonan, y otros quieren olvidar y no pueden perdonar, pero la historia está allí como triste recordatorio de las profundidades a las que puede descender el alma humana. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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