La marcha de la economía y la popularidad del presidente Obama contrastan con la visión de un país al borde de la rebelión populista
Washington
Estados Unidos no es Donald Trump. Parece una perogrullada, pero las victorias del magnate neoyorquino en las elecciones primarias del Partido Republicano proyectan la imagen de un país con una economía al borde del derrumbe y en plena revuelta populista contra una oligarquía representada por Washington. No es así. Pese a las crecientes desigualdades, la economía estadounidense es una de las que ha salido más fortalecida del mundo tras la Gran Recesión de la década pasada. Y Trump es impopular en su país, mucho más que el máximo representante del statu quo: el presidente Barack Obama.
El demócrata Obama cree que Trump daña la imagen internacional de Estados Unidos. "Constantemente me llegan preguntas de líderes extranjeros sobre algunas de las sugerencias más extravagantes que se hacen", dijo el presidenteel martes.
Le ocurrió la semana pasada durante la cumbre sobre la seguridad nuclear en Washington, después de que Trump hubiese dado por buena la posibilidad de que los aliados de EE UU en Asia —Japón y Corea del Sur— se armasen conbombas atómicas. Unos días después se reunió con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, y los titulares de la prensa interpretaron la reunión bajo el prisma de Trump, que había sugerido la disolución de la Alianza Atlántica. En el viaje reciente a Cuba y Argentina, Trump parecía un invitado invisible: no estaba allí físicamente, pero en cada evento se notaba su presencia.
Trump, con su retórica xenófoba contra musulmanes e inmigrantes latinos, reafirma las peores caricaturas del antiamericanismo de brocha gorda: ignorante, vulgar, blanco y rubio, fanfarrón, violento, nacionalista, racista.
El éxito de Trump proyecta una imagen de EE UU como un país de multitudes enfurecidas contra las élites, un país de indignados dispuestos a asestar en las elecciones un golpe al sistema, y con una economía cercana a una “recesión muy masiva", como pronostica el candidato.
El diagnóstico no resiste el contacto con la realidad. El paro, que llegó al 10% en 2009, el primer año de Obama en el poder, se encuentra ahora en el 5%.
En aquel momento la primera economía mundial sí estaba en el precipicio, en la peor crisis financiera en décadas. El miedo a una depresión como la de los años treinta no era exagerado. Los augurios de Trump quizá se habrían ajustado a la realidad entonces. Ahora, no.
En los años de Obama el sector privado ha creado diez millones de empleos. Más de veinte millones de personas sin cobertura sanitaria han obtenido un seguro médico gracias a la reforma que Obama impulsó.
EE UU es un país sin soldados en guerra —en 2009 había unos 186.000 soldadosestadounidenses en Afganistán e Irak; hoy rondan los 15.000— y sin un gran atentado terrorista desde hace 15 años.
Múltiples índices, recopilados por la politóloga Lynn Vavreck en The New York Times, desmienten la imagen de un país atrapado en una espiral apocalíptica. El índice que combina paro e inflación, llamado índice de miseria o aflicción, no había estado en niveles tan bajos desde los años cincuenta. El índice de la confianza de los consumidores está a los niveles de mediados de los años ochenta y mediados de la década pasada. Los niveles de felicidad registrados por el sondeo General Social Survey no son inferiores a los del pasado.
“Describir el humor de los americanos como irritado en 2015 esquiva la evidencia”, concluye Vavreck, que apunta a la polarización partidista, unida al factor racial, como causa de la ola de enfado que propulsa a Trump (un signo de esta polarización: Obama, el primer presidente negro, es muy popular entre los demócratas y muy impopular entre los republicanos).
En un país en el que, según el columnista E.J. Dionne en The Washington Post, los ciudadanos hubiesen perdido la confianza en las instituciones, el presidente no disfrutaría de una tasa de popularidad del 53%. A estas alturas de la presidencia, su antecesor George W. Bush tenía una popularidad del 32%, y Ronald Reagan, del 50%.
"Estamos permitiendo que un retrato descabellado y desacertado de nosotros, como pueblo, domine nuestras imaginaciones y degrade nuestro pensamiento", escribe Dionne.
Faltan siete meses para las elecciones presidenciales, pero los pronósticos más serios indican que será muy difícil para Trump derrotar a la favorita del Partido Demócrata, Hillary Clinton. Trump tiene en contra a un 75% de mujeres, que representan la mitad del electorado, además de a la mayoría de hispanos y negros, las dos principales minorías.
En 2012 el candidato republicano Mitt Romney consiguió un 59% del voto blanco. Habría necesitado un 30% de votos de minorías para derrotar a su rival, Obama, pero obtuvo el 17%, y perdió. Es previsible que el voto de Trump entre las minorías –a las que ha insultado, como a las mujeres– sea todavía menor que el del Romney.
Un recuento de los votos emitidos hasta ahora en las primarias demócratas y republicanas sitúa a Clinton en cabeza, con 9,1 millones de votos. Trump ha obtenido 7,9 millones. Seguramente no haya otro candidato más identificado con el establishment que Clinton –desde finales de los años setenta vive en los aledaños del poder– y sin embargo nadie obtiene tantos votos. ¿Es así como se expresa un país preso del descontento con las élites y el statu quo? ¿Votando a Clinton y dándole a Obama unas cuotas de popularidad que cualquier otro presidente envidiaría?
La conexión entre crisis económica y voto a favor de Trump es tenue. La mayor victoria de Trump en el proceso de nominación republicana no ha sido en un estado golpeado por la crisis económica sino en Massachusetts, uno de los estados más prósperos, no de EE UU, sino del mundo, con una tasa de paro del 4,5%. Su primera gran victoria en el ciclo de primarias fue en New Hampshire, el estado con menos paro de EE UU y con un 3,3% de latinos (la propoción de todo el país es del 17,4%).
Sí, la economía y la sociedad estadounidense tienen problemas profundos. El estancamiento de los salarios y el crecimiento de la desigualdad en las últimas décadas han erosionado a la clase media. Las deslocalizaciones industriales han golpeado a la clase trabajadora. Pero los perjudicados por este fenómeno no sólo los trabajadores blancos que votan a Trump, sino también las minorías.
Desde las tasas de encarcelamiento hasta la tasa de paro, negros e hispanos tienen más motivos que nadie para estar indignados. Pero votan al Partido Demócrata. A Clinton. Algunos –menos– a su rival, el senador Bernie Sanders, que recoge parte de esta indignación con un mensaje proteccionista parecido al de Trump. Y apoyan "masivamente" –por usar una palabra que le gusta a Trump– a Obama
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