JAN MARTÍNEZ AHRENS
México 7 ABR 2016 - 00:06 CEST
México ha decidido enfrentarse al vendaval Trump. Los tiempos de silencio, de morderse la lengua y esperar que la tormenta amainase han terminado. Ante las proporciones alcanzadas por la hoguera xenófoba del precandidato republicano, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha virado su estrategia y ha emprendido un profundo cambio en su estructura diplomática en busca de perfiles mucho más duros y reactivos. Es parte de un potente plan que busca revertir un escenario de tensión política sin parangón en la historia reciente entre México y Washington.
“Hay temor por parte de nuestra comunidad en Estados Unidos de que la exacerbación pueda desbordarse y que surjan hostilidades, por eso hemos replanteado nuestra estrategia”, declara la secretaria de Relaciones Exteriores, Claudia Ruiz Massieu.
El cambio es profundo. No se trata únicamente de la sustitución fulminante del embajador y del poderoso subsecretario para América del Norte. Detrás del reemplazo anida la intención de mostrar el enorme poder de México en Estados Unidos. Sólo entre los emigrantes, sus hijos y nietos suman unos 50 millones de habitantes (15% de la población). México es además el segundo socio comercial de Washington y el primer destino de las exportaciones de California, Arizona, Texas, así como el segundo mercado para otros 20 Estados. Casi seis millones de empleos dependen del intercambio con México y cada minuto se comercia un millón de dólares .
LA INVERSIÓN DE FORD
El reto planteado por Peña Nieto trasciende cualquier nombre o cargo. La meta, según fuentes diplomáticas, es mostrar que México implica prosperidad para Estados Unidos. Que frente a la altisonancia del precandidato republicano y de sus humillantes muros, la realidad discurre por otros derroteros. Que las grandes empresas tienen en el vecino del sur un emplazamiento privilegiado para sus operaciones, como demuestra la reciente inversión de Ford de 2.500 millones de dólares en una nueva planta en Chihuahua. O que frente al mito de la avalancha migratoria hacia Estados Unidos, el flujo arroja un saldo negativo.
La apuesta no es poca. La posibilidad de que Trump llegue a la presidencia ha calado. Para México, el iracundo magnate ya no es un estrambote. Es un peligro.
Tras meses de aguantar los improperios de Trump y ante la constatación de que el silencio juega a favor del estadounidense, las autoridades mexicanas han concluido que ha llegado la hora de hacer valer todo este potencial. Consideran, según fuentes del entorno presidencial, que sólo mostrando este músculo, cuyas implicaciones electorales en Estados Unidos no se le escapan a nadie, y coordinando una respuesta de alto nivel es posible frenar una ola que cada día alcanza mayor envergadura.
La jugada tiene un doble filo. Mostrar los dientes, aparte de alertar a los propios estadounidenses sobre el peligro que representa Trump para sus intereses, también responde a una razón de política interna: en México ha llegado el tiempo de las elecciones (en junio se eligen 12 gobernadores) y el silencio ha empezado a entenderse como síntoma de debilidad, cuyos efectos erosivos pueden alcanzar a las presidenciales de 2018.
En este cambio de rumbo, el Ejecutivo no está solo. México es un país donde el sentido patriótico aún actúa como aglutinador político, y los partidos de oposición han formado piña en torno a su presidente. Pese a su inoperancia en los últimos meses respecto al caso Trump, apenas se han escuchado críticas a la gestión exterior. Y ahora, con el golpe de timón, se han apretado aún más las filas.
Defensa de Fox y Calderón
Los expresidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón han redoblado sus ataques contra el multimillonario. Y el propio Peña Nieto y su hombre fuerte, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, han marcado el nuevo perímetro al contestar directamente al republicano. “Tenemos que informar, proyectar y comunicar”, ha dicho Ruiz Massieu.
Los cambios en la zona caliente de la estructura diplomática no hacen sino reforzar esta línea de ataque. El nuevo embajador, Carlos Manuel Sada Solana, es un experimento funcionario que conoce bien Estados Unidos, y lo que es más importante, las fortalezas de la comunidad de origen mexicano a la que tendrá que movilizar. Ha sido cónsul general en Chicago, Nueva York y Los Ángeles, los tres mayores enclaves migratorios. Su voz es respetada y se le considera capaz de dar una respuesta a Trump. Algo que no logró su antecesor, el exrector de la Universidad de Tufts, Miguel Basáñez, que apenas ha durado ocho meses en el cargo y cuyo estruendoso silencio ha causado un profundo desánimo entre los mexicanos afincados al norte del río Bravo.
El otro puntal de la nueva política es Paulo Carreño King. Desde la subsecretaría de América del Norte, un puesto clave en un país que exporta el 80% de sus productos a Estados Unidos, tendrá que articular la estrategia comunicativa y cuidar de que México no cometa errores que alimenten la artillería de Trump. Su anterior cargo le valida para la tarea. Encargado de coordinar la marca-país y medios internacionales desde la presidencia, Carreño, muy rápido en los golpes tácticos, tiene buen conocimiento de las maquinarias mediáticas y de los resortes gubernamentales.
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