Los periodistas brutalmente silenciados han desatado como nunca antes la posibilidad de hablar sobre el significado de la libertad de expresión
El asesinato de los periodistas de Charlie Hebdo ha disparado todo tipo de análisis, al punto de poner varios conceptos relativos a la libertad de expresión en el debate a nivel global. Irónicamente, los periodistas brutalmente silenciados han desatado como nunca antes la posibilidad de hablar sobre el significado de la libertad de expresión. Esto nos recuerda lo poco que problematizamos respecto al ejercicio de esta libertad fundamental y su relación con la sociedad democrática.
Tal vez por ello nadie parece entender lo que está pasando y sea necesario volver sobre la discusión acerca de sus límites y responder a una cuestión que se ha propuesto por estas horas: ¿Sería sensato limitar los discursos ofensivos hacia las creencias religiosas, en aras de fomentar la tolerancia?
La libertad de expresión es central en una sociedad democrática porque permite desarrollar el pensamiento individual, debatir ideas, buscar y difundir información. En definitiva posibilita a cada uno buscar su estilo de vida, y en algún punto “su” verdad.
Pero la libertad de expresión tiene además una dimensión colectiva y social. La protección de otros derechos no es posible sin la libertad de buscar, difundir y recibir información. ¿Cómo podríamos asociarnos por cualquier causa legítima, defender los derechos políticos o sindicales, protestar frente al gobierno, hacer docencia, periodismo, humor, arte en todas sus manifestaciones, sin un ambiente respetuoso de la libertad de expresión?
Por ello, la libertad de expresarse sin barreras es el principio general y los instrumentos internacionales protegen algunos discursos en forma reforzada: los asuntos de interés público y las personas públicas, los funcionarios y todo aquello que busca o merece formar parte del espacio público cae bajo la crítica abierta o la investigación, debido a la especial función que desempeñan estos temas para la democracia.
En ese marco, las creencias que movilizan a millones de fieles y en cuyo nombre se promueven comportamientos, conductas y causas -compartibles o condenables-, también ingresan en el derecho que tienen las personas a manifestarse a favor o en contra, a criticarlas o incluso a ridiculizarlas. Promover una sociedad abierta al debate y sin cortapisas no significa convocar a la intolerancia. Todo lo contrario, las sociedades abiertas, tolerantes y seculares son aquellas que están en condiciones de promover el multiculturalismo, aunque la convivencia no sólo es una cuestión de libertad de expresión, necesariamente requiere igualdad económica y social, integración cultural y otras decisiones de política pública no menores.
La libertad de expresión tiene dos vías: puedo expresarme, pero también debo aceptar la crítica en el espacio público. No olvidemos que quienes hoy combaten el humor ofensivo a menudo utilizan las leyes de blasfemia también para suprimir la voz de escritores críticos, de otras minorías religiosas y disidentes. Y esto no es patrimonio exclusivo de sectores religiosos, también sucede con muchos gobiernos y funcionarios políticos.
Se ha dicho que los periodistas asesinados provocaron la barbarie con sus blasfemias. No lo creo. Es igual a decir que la mujer provocó al violador porque usaba minifalda o que los disidentes en cualquier parte merecen la cárcel o la muerte porque son subversivos. En última instancia, la blasfemia no debería ser nunca una conducta criminalizada, porque también las religiones y sus dirigentes están sujetos a ser cuestionados, desacralizados y criticados en un Estado de derecho que garantiza estas libertades.
Es cierto que no hay derechos absolutos. Justamente hay discursos que no merecen protección. Ese límite debe buscarse en los discursos de odio que incitan a la violencia o a la discriminación en razón de seguir un credo o religión, así como de cualquier otro motivo. Las condiciones que distinguen un discurso irreverente o meramente ofensivo de aquel que incita al odio y a la violencia a veces pueden ser claras y otras no tanto. Pero en todo caso, no creo que viñetas –ya sean de buen gusto o mal gusto, contra políticos, deportistas, artistas o religiosos– alcancen para caracterizar un discurso como de incitación a la violencia.
Finalmente, no le podemos pedir a la libertad de expresión que resuelva todos los problemas de convivencia. Seguramente Occidente enfrenta un desafío mayor con respecto a la integración de amplios sectores que profesan el islam. Del mismo modo, los propios creyentes de esa y otras religiones deberían reconocer sus propios problemas con la libertad de expresión y con los derechos de diversos grupos históricamente discriminados, como es el caso de las mujeres, las personas gais, lesbianas, transexuales o intersexo, o las otras minorías religiosas por poner sólo algunos ejemplos.
Finalmente, también es momento de preguntarnos qué pasa en la educación respecto a la promoción de estos valores y la respuesta es que este debate está ausente de las aulas, al menos en América Latina. La protección y promoción de estos derechos universales debería ocupar en los próximos años un lugar central en la agenda de los organismos de derechos humanos, de la educación y de las políticas públicas de los estados.
Edison Lanza es relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Twitter: @EdisonLanza
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