El otrora "todopoderoso" de Panamá guarda en su celda algunos de los secretos de las relaciones entre América Latina y EE UU
JOSÉ MELÉNDEZ San José (Costa Rica) 4 ENE 2015 - 01:08 CET
En la madrugada del 3 de enero de 1990 y en el portón de la Nunciatura Apostólica en Panamá, luego de una prolongada labor de convencimiento del nuncio español Sebastián Laboa, el general Manuel Antonio Noriega Moreno se rindió ante los generales de Estados Unidos que dirigieron la invasión armada a territorio panameño lanzada el 20 de diciembre de 1989 y comenzó un calvario de presidio por un voluminoso expediente por cargos de narcotráfico.
Con un acelerado deterioro físico y olvidado (a la fuerza o por conveniencia) por sus viejos amigos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), de la izquierda latinoamericana y caribeña que le había proclamado como “Comandante de la dignidad” y del poder político y económico panameño, Noriega cumple 25 años tras las rejas, primero en Estados Unidos (de enero de 1990 a abril de 2010), luego en Francia (de abril de 2010 a diciembre de 2011) y por último en Panamá (a partir de diciembre de 2011).
Degradado por las instancias internas, para muchos es preferible que Noriega, quien cumplirá 81 años en febrero próximo, siga encarcelado en una celda panameña, pero en silencio: es un hombre que sabe demasiado sobre los secretos de la política de Panamá, de América Latina y el Caribe y de sus relaciones con Estados Unidos.
“Él sabrá por qué no los revela”, dijo el panameño Aurelio Barría, exlíder de la Cruzada Civilista, una organización que aglutinó las fuerzas opositoras de Panamá que se tiraron a las calles desde 1987 a protestar contra “la dictadura”. Barría debió salir al exilio político en EE UU desde ese año. Retornó en enero de 1988 pero debió salir de nuevo del país con su familia en abril ante una orden de captura girada por Noriega y permaneció asilado hasta después de la invasión.
En una entrevista con EL PAÍS, y tras advertir que “no guardo rencores”, Barría alegó que Noriega, por los asesinatos y atrocidades que se le imputan en Panamá, “tiene que cumplir con la justicia, no importa la edad que tenga. No es venganza, no es un sentimiento de revanchismo. Él ni siquiera ha demostrado arrepentimiento. Y si bien se dice que mantiene información de seguridad sobre las relaciones que tuvo con el Gobierno de Estados Unidos, él sabrá por qué los guarda y cuáles son los compromisos que tiene al respecto”.
Tras la invasión, y luego de huir durante varios días, Noriega se refugió el 24 de diciembre de 1989 en la Nunciatura, donde el nuncio Laboa le recibió pero le sometió a un largo proceso de conversaciones para convencerlo de que, bajo cualquier circunstancia, era preferible que se entregara a los militares estadounidenses de su mismo rango, porque tampoco podía permanecer indefinidamente en la embajada de la Santa Sede y estaba cerrada la opción del asilo en un tercer país.
Aunque “era el todopoderoso de Panamá”, ahora está “reducido a un simple mortal”, escribió el panameño René Hernández, quien fue secretario de prensa del Gobierno del presidente Guillermo Endara, que juró en la madrugada del 20 de diciembre de 1989, en los minutos iniciales de la invasión, en una base militar de Estados Unidos. En un artículo en el periódico La Estrella de Panamá, uno de los principales de ese país, Hernández afirmó que, a 25 años de la captura, puede asegurarse que “la justicia no alcanzó a muchos que acompañaron a Noriega en ese rosario de anomalías” de su régimen.
Al pedir que al exgeneral se le conceda arresto domiciliario, Hernández adujo que “él tiene una cárcel mayor que lo perseguirá mientras viva y se llama conciencia”.
Inteligencia militar
Noriega irrumpió a finales de 1969 en los estratos de la seguridad nacional y de la inteligencia militar al amparo de Omar Torrijos Herrera, el sargento que en 1968 encabezó un golpe de Estado y que, convertido en general, instaló un régimen militar basado en la renegociación de los pactos que, en 1903, concedieron a Washington el dominio a perpetuidad del Canal de Panamá y sus áreas aledañas, convertidas en un enclave militar estadounidense. En 1977, Torrijos y el entonces presidente de Estados Unidos, James Carter, firmaron los tratados que en 1999 remataron en la entrega de la vía y las zonas adjuntas a dominio de Panamá.
Torrijos falleció en 1981 en un extraño percance aéreo y luego de una disputa cuartelaria, Noriega emergió en 1983 como el “hombre fuerte” de un país que, para esa época, todavía se mantenía sin democracia y que, poco a poco, se transformaba en un santuario de narcotraficantes colombianos y sus socios regionales, de contrabandistas latinoamericanos de armas y de mafias del “lavado” de dinero, como paraíso sin ley. Noriega ganó notoriedad por trabajar para la CIA desde inicios de la década de 1970.
Aunque hubo elecciones en 1984 y 1989, los fraudes fraguados por Noriega ahogaron los reclamos de democracia, mientras crecían las tensiones de Washington con el general, acusado en 1988 en cortes de Florida por actividades relacionadas con el narcotráfico. A mediados de diciembre de 1989, y conforme se agudizaban los choques con Estados Unidos, Noriega fue nombrado jefe de Gobierno por el parlamento panameño (bajo su mando) y declaró a Panamá en estado de guerra con Estados Unidos.
Así, todo el pleito con Washington se agravó y precipitó el final del general y el inicio del presidiario. La noche del 19 de diciembre de 1989, el entonces presidente George H. W. Bush (1988-1992) dio la orden de invadir y de capturar a Noriega, un objetivo logrado al amanecer del 3 de enero de 1990.
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