La opinion de Rogelio Anaiz
Decía que el gran acierto político de Fidel Castro fue haber identificado la historia de Cuba con la gestión de Fulgencio Batista. Siete años de dictadura se transformaron por obra y magia de la manipulación en ciento veinte años de historia nacional. A diferencia de Santo Domingo o Nicaragua donde dictadores como Trujillo o Somoza se prolongaron en el poder durante décadas, en Cuba el régimen de Batista fue comparativamente muy breve.
Puede que la biografía de Batista sea muy parecida a la del clásico dictador bananero. De origen campesino, pobre y mulato, apenas pudo acceder al grado de sargento en esa suerte de guardias nacionales, instituciones militarizadas corruptas y encargadas de la represión interna. En ese cuerpo, Batista se desempeñaba como taquígrafo, su único y exclusivo estudio y su única y exclusiva actividad militar.
La revolución de 1933 lo proyectó a la política nacional. Audaz, inescrupuloso, inteligente a su manera, se las ingenió para ser, al mismo tiempo, popular e íntimo amigo de la embajada de Estados Unidos. Su ascendiente político empezó a ser alto a fines de la década del treinta. En 1940, se dio el lujo de ser elegido presidente con el voto popular y el apoyo de la izquierda.
Corrupto por definición, su personalidad política muy bien podría haber sido calificada con la típica evaluación argentina: roba pero hace. Efectivamente, Batista robaba pero inauguraba carreteras y edificios públicos. Batista no inventa la corrupción en Cuba pero la desarrolla mejor que nadie. Ya para 1943, un diplomático que luego va a ser muy conocido en la Argentina -me refiero a Spruille Braden- denunciaba la escandalosa corrupción del régimen batistiano.
En realidad, Batista no hizo nada que no hicieran los dictadores bananeros de su tiempo. Somoza y Trujillo también se presentaron como enemigos del fascismo y amigo de los aliados. En el caso de Somoza, su antifascismo militante le permitió expropiarles los campos a propietarios rurales de ascendencia alemana, expropiación organizada por el Estado, aunque su beneficiario directo fue Somoza.
Batista concluyó su mandato en 1944. Lo sucedieron Grau San Martín y Prío Socarrás. Los nombres cambiaron, pero la corrupción siguió siendo la constante. Grau San Martín como Socarrás eran políticos democráticos y respetables, pero la corrupción en Cuba era estructural. Robar desde el poder, parecía ser un mandato de sentido común. A un ministro de Grau San Martín, le preguntaron en una entrevista qué haría si quienes lo están investigando descubren que efectivamente es culpable. Su respuesta -acompañada de una sonrisa feliz- se transformó en un clásico del cinismo político: “Si me descubren que estoy robando prometo devolver todo”. Lázaro Báez, Ricardo Jaime o Amado Boudou cuentan con ilustres predecesores.
¿Hasta dónde Batista fue el representante de las clases dominantes de Cuba? Seguramente lo fue en algún momento, en más de un caso por descarte y sobre todo por el control de las estructuras represivas. En realidad, los grupos económicos tradicionales nunca confiaron demasiado en él. Al clásico patriciado cubano este sargento vulgar y mulato no le despertaba ninguna simpatía. No deja de ser sintomático que el temible dictador Batista, el caudillo presentado como el hombre fuerte de Cuba, nunca pudo ingresar al distinguido Club Social de La Habana.
El esquema de poder de Batista más que sumar representantes de clases o fracciones de clases sociales, se limitó a contar con la adhesión de cómplices que aprovecharon la coyuntura para hacerse millonarios. El vacío de poder real, el miedo, la corrupción presentada como moneda de cambio le permitió sostenerse en el poder hasta el momento en que una amplia movilización popular que incluyó la lucha armada, puso en evidencia la debilidad de su poder.
Batista dejó el gobierno de manera sorpresiva durante las fiestas de fin de año de 1958. Abandonado por sus aliados, traicionado por sus colaboradores, huyó al extranjero y abandonó a su suerte a sus socios. Acosado por la guerrilla y los movimientos sociales, el régimen batistiano se derrumbó sin pena ni gloria. La guerra revolucionaria fue mucho más breve que lo que luego repetirá la propaganda castrista.
Capítulo aparte merece la lucha interna abierta a partir de la fuga de Batista. La corrupción del sistema político, la ausencia de liderazgos civiles significativos, las vacilaciones e inconsistencias de dirigentes democráticos que pelearon contra el régimen, crearon las condiciones para que un caudillo audaz, talentoso y carismático como Fidel Castro pueda quedarse con el poder.
El pasaje de una revolución democrática a una revolución socialista merece estudiarse con detenimiento. Allí, se registran las inconsistencias de los demócratas, sus incoherencias y debilidades políticas y en más de un caso su ingenuidad. Castro controló el poder a partir de un conjunto de decisiones audaces sostenidas desde su carisma y el control absoluto del aparato militar.
A diferencia de otros políticos, Castro sabía muy bien adónde quería ir y que pasos había que dar para lograrlo. La experiencia histórica del siglo veinte enseña que una minoría inescrupulosa y decidida puede controlar el poder, destruir a sus adversarios y ganarse el amor del pueblo. En el contexto de la guerra fría, esa concepción del poder absoluto sólo podía realizarse en nombre del socialismo y el marxismo leninismo.
Los barbudos de Sierra Maestra, ¿tenían proyectado tomar el poder y organizarlo en clave comunista? Hay todo un debate al respecto, porque una versión del relato oficial sostiene que Castro más que decidir definirse como comunista fue empujado en esa dirección por culpa de la ceguera y necedad de los yanquis.
Sin dudas, hubo torpezas por parte de EE.UU., pero convengamos que sería subestimar demasiado a Castro y a sus colaboradores suponer que una decisión de la trascendencia acerca del contenido ideológico de la revolución fue impuesta por las circunstancias de la coyuntura. Más razonable es pensar que la opción por el comunismo y la dictadura estuvo prevista desde antes. Lo demás pertenece al campo de la maniobra política, la inspiración revolucionaria y el carisma de Castro para imponer su voluntad.
Lo seguro es que Castro aspiraba al poder absoluto y a la dictadura. Su personalidad, su concepción de la política y el poder, sus ambiciones personales se orientaban en esa dirección. Si realmente creyó o no en el marxismo leninismo, es un detalle secundario. Lo seguro es que creyó en él y en la eficacia del poder. Una respuesta parecida merece, por ejemplo Kim il Sung, Pol Pot o Ceacescu.
Lo cierto es que tres años después de haber conquistado el poder en Cuba, hay alrededor de cuarenta mil presos políticos, alrededor de ocho mil fusilados y un número de exiliados que suma alrededor de un millón de personas. En ese exilio, marcha la clase alta, pero sobre todo la clase media cubana. Allí se van médicos, abogados, contadores, ingenieros, empresarios, comerciantes, intelectuales y empleados públicos, es decir el capital intelectual y simbólico indispensable para pensar en una sociedad justa y libre. El precio por ese exilio será más dictadura, más racionamiento y más atraso. Por el momento, la generosa asistencia soviética y el mito movilizador de la revolución con el hombre nuevo y la sociedad nueva incluidos, permitirá disimular por unos años esas carencias. Progresivamente, la cita con la realidad comenzará a forjarse. Sesenta años después, las promesas de la revolución no se cumplieron o se esfumaron por incapacidad para financiarlas. En 1954, Fidel Castro afirmó ante el jurado que lo juzgaba que la historia lo absolvería. La revolución y los delirios de los sesenta así parecieron confirmarlo. Hoy esa absolución está a punto de transformarse en condena.
La generosa asistencia soviética y el mito movilizador de la revolución con el hombre nuevo y la sociedad nueva incluidos, permitió disimular por unos años esas carencias
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