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domingo, 2 de abril de 2017

El día que maté a Fidel... y a Chávez y a Correa y a Evo

Por Fernanda Kobelinsky.
El título de esta columna no es original. Surgió de madrugada, en una de las tantas levantadas nocturnas por el llanto de mi hijo (es increíble todo lo que pienso, analizo y vuelvo a pensar durante esas tomas de teta nocturnas).
Mientras Teo comía, yo pensaba en la sentencia de la Corte venezolana que anuló el Parlamento y, casi en un paso de comedia, luego lo restituyó. Y me dije: "¿Quién te ha visto y quién te ve?". Y automáticamente me acordé del libro de Jorge Sigal -"El día que maté a mi padre: confesiones de un ex comunista"- y se me vino a la mente, con asombroso detalle, el día que maté a Fidel… el que maté a Hugo Chávez, a Rafael Correa y, finalmente, a Evo Morales.
A Fidel lo maté en mayo de 2003, fue el primero. Viajé a La Habana. La pasé mal. Fidel Castro aún estaba en el poder. Y en las calles de esa ciudad maravillosa vi cómo la policía de civil interrogaba a cada cubano que había hablado conmigo. Cómo le hacían bullying callejero a una travesti, me topé con un paquete de Chocolinas exhibido cual producto de lujo en una tienda de la Calle de los Oficios, escuché a Mariela Castro, la hija de Raúl y supuesta defensora de los derechos homosexuales, decir una barbaridad tal como que "los gays eran hombres que se sentían mujeres" (con el tiempo evolucionó, pero toda esa conferencia fue un bochorno) y vi cómo los miembros del partido tenían dos coches y casas. Todas destartaladas, pero dos. Y maté a Fidel.
A Correa me costó más. Me gustaba, casi que lo admiraba. Pero cuando llegué a Quito, ya era demasiado tarde. Instantáneamente lo tuve que matar. Es que entre las calles importantes de la ciudad está Eloy Alfaro, el tipo que separó la Iglesia del Estado. Y Correa, el ilustrado que defendía a las minorías, se olvidó de ser un presidente civil y dejó entrar sus creencias religiosas personales a lo que se supone que es un servicio para todos: el gobierno. Criticó el matrimonio entre personas del mismo sexo y lo trabó. Ademas amenazó con renunciar (extorsión golpista si las hay) si el Parlamento despenalizaba el aborto, en un país donde las mujeres, en su mayoría nenas, se mueren por abortos clandestinos. La extorsión me golpeó. No pude admirarlo más. Y maté a Correa.
Con Chávez no fue tan difícil. No me caen bien los militares en el poder. Será de familia. Pero cuando pisé Caracas, todo se hizo claro. Independientemente de la ideología, el pragmatismo primó. Eso no funcionaba. Pasaron muchos años y pienso igual. No funciona. Un país así de rico no tiene por qué importar el 70% de lo que come, no tiene sentido, y lo maté. Ni hablar de la persecución, represión y ridiculez de la era Maduro.
Debo admitir que con Evo sí me costó. Siempre admiré que llegara al poder. Además, el pueblo boliviano es aguerrido y eso sólo ya despierta mi admiración. Obvio que cuando llegás a La Paz, automáticamente cobra sentido que un indígena sea presidente y no alguien que ni siquiera habla español. Pero Evo también quiso quedarse más de lo que la Constitución quería. Tampoco supo construir sucesores y repitió cada una las mañas nefastas de sus aliados. De hecho, ahora está en Cuba para que nadie sepa qué le pasa. Si tiene carraspera o si se está muriendo. También tuve que matarlo.
Me acuerdo de todos esos momentos en que fui perdiendo respeto por ellos.
"Quién te ha visto y quién te ve", volví a pensar. En realidad, yo sigo pensando igual. Sigo queriendo que a todos nos vaya mejor y que los derechos de todos sean, al menos, parecidos.
Yo no cambié. Cambiaron ellos.

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