Autor: Evelyn Erlij
Tras la caída del Tercer Reich, Alemania vivió un proceso de desnazificación y borró todo símbolo relacionado con el nacionalsocialismo. Pero hoy Berlín se ha ido abriendo a hablar del tema, Hitler ya no es tan tabú y una réplica del lugar donde se suicidó es la última novedad turística de la ciudad.
El tour en inglés empieza a las dos de la tarde. Once personas esperan que el guía comience a hablar. Las instrucciones son claras: nadie se separa del grupo, nadie recorre el lugar solo. Fotos y videos están prohibidos. En este búnker, miles de personas se refugiaron mientras los aliados bombardearon Berlín. Aquí, advierte el guía, se cuenta la historia menos conocida de la Alemania nazi. La visita dura 90 minutos y promete un recorrido por el fin del Tercer Reich y los últimos días de Hitler. También ofrece una réplica en tamaño real de la oficina donde se suicidó, el 30 de abril de 1945, el temido dictador alemán.
Por eso los turistas están acá: este es el único lugar de Berlín donde la gente paga para escuchar hablar sobre Hitler.
La apertura en octubre pasado del Berlin Story Bunker, cuyo tour se divide en la historia de este refugio antibombas y la historia del búnker del Führer —también llamado Führerbunker— prueba que la relación de este país con su pasado ha cambiado con el tiempo. Si hoy no queda ningún edificio del nazismo en pie, es porque la política de desnazificación de Alemania tras la guerra fue radical. Las construcciones de los principales organismos del gobierno —la Gestapo, la SS— fueron derrumbadas. El búnker donde Hitler se suicidó fue taponado con cemento. Tras la ocupación aliada del país, todo símbolo y saludo nazi quedaron prohibidos por ley.
Alemania recuerda su pasado con cautela extrema, en vistas de evitar que grupos neonazis o de ultraderecha encuentren un lugar para rendirle culto al régimen del horror. El hitlerismo concebía una sociedad organizada en base a la muerte, con una industria del exterminio cuidadosamente racionalizada, y el turismo berlinés contaba esa historia sin tener muchos lugares físicos que mostrar.
Al menos, hasta ahora.
El tour comienza: estamos en un búnker de cinco pisos bajo tierra y muros de dos metros de espesor, encerrados entre silencio y humedad. Cuarenta mil toneladas de bombas cayeron en las dos últimas semanas de la guerra, un 75 por ciento de Berlín fue destruido, y este refugio, construido en 1942, fue uno de los escondites donde los alemanes vinieron a protegerse de la muerte. Es uno de los varios búnkers de la capital en el que se puede conocer la “historia subterránea” de la contienda.
Cuenta el guía que había lugar para tres mil 500 personas, pero que hacia 1945 llegó a haber hasta 12 mil alemanes hacinados. Sólo los arios tenían permiso para entrar. Se pagaba un billete, se tenía derecho a un asiento y se hacía hora en la “sala de espera” hasta que las bombas dejaban de caer. La propaganda nazi mostraba el búnker como un espacio idílico para hacer vida social, pero cuando la gente salía, veía una alfombra de muertos en las calles. Una bomba de 500 kilos cayó una vez sobre el techo, pero nunca nadie murió por una explosión.
El guía apunta una sala a lo lejos y advierte que a ese lugar no se puede entrar. Es el baño del refugio, una pieza de urinarios polvorientos y puertas destruidas donde varios se suicidaron. Rara vez se cuenta la historia del nazismo desde el lado de los alemanes, y aquí se narra de manera sobria y prudente. Son los turistas los que caen en el morbo: “¿No queda nada del cuerpo de Hitler?”, pregunta una señora. “No, su cuerpo fue quemado. Los rusos se llevaron sus dientes”. “La gente que llega aquí se decepciona cuando sabe eso”, dice.
La creación del Führerbunker generó polémica en Alemania. La principal crítica es que se estaría lucrando con el horror. “Hitler vende”, fue el título de un artículo del New York Times sobre este lugar: mientras el museo Topografía del Horror, donde se cuenta la historia del nazismo, es gratis, para entrar al Führerbunker hay que pagar 12 euros.
Contra el olvido
El año pasado, la edición crítica de Mein Kampf, el libro infame de Adolf Hitler, fue reeditada por primera vez en Alemania después de 60 años de prohibición. En medio de una controversia, el texto se convirtió en un bestseller, al igual que la novela Ha vuelto, de Timur Vermes, que imagina el regreso del Führer a la Alemania de 2014, donde se convierte en una estrella de televisión. Su adaptación al cine recaudó 22 millones de euros. ¿Por qué hoy su figura dejó de ser un tabú?
“Hay una necesidad de hablar de estos temas en un momento en que Europa se vuelca hacia la derecha”, explica el guía del Führerbunker, sobre el interés que ha generado este lugar turístico tanto entre extranjeros como alemanes. Allí, en el sector dedicado a los últimos días de Hitler, se exhiben fotos pocas veces vistas, desde un sonriente soldado ruso posando en el sillón donde se suicidó el líder alemán, hasta fotos de Churchill saliendo de búnker o sentado en el asiento de Hitler. La réplica de su oficina, cerrada al público por un vidrio, muestra copias de sus objetos íntimos, como un retrato de Federico El Grande o una figura en bronce de su perra Blondie.
Hay turistas que van hasta el lugar original del Führerbunker, a pocos pasos de Potsdamer Platz, aun cuando lo único que hay para ver es un panel explicativo en un estacionamiento para autos. A Alemania no le interesa saciar la sed de morbo de algunos viajeros, y su forma de recordar el pasado ha sido a través de monumentos a las víctimas del nazismo y museos sobre el capítulo más oscuro de la historia del país.
Pocos edificios de la época quedan en pie. La Cancillería de Hitler, por ejemplo, fue demolida por el ejército rojo y parte de sus lozas de mármol se usaron para construir el Monumento de Guerra Soviético, en el parque Treptower, al este de la ciudad. Una de las escasas huellas de la arquitectura nazi es el Estadio Olímpico de Berlín, donde se jugaron las olimpiadas de 1936 que se ven en las películas de propaganda de la cineasta Leni Riefenstahl.
El museo Topografía del Horror, en Wilhelmstrasse, está emplazado en el lugar donde antes estaba la Oficina Central de Seguridad del Reich, de la SS. En ese sitio, donde hoy queda un trozo del muro de Berlín, estaban las instituciones más importantes del terror nazi, todas demolidas en 1945: los cuarteles generales de la Gestapo, la policía secreta del Estado, las oficinas de las SS, los escuadrones de defensa, además de otras oficinas del partido nazi y ministerios.
Más de un millón de turistas y estudiantes aprenden cada año el auge, desarrollo y caída de ese régimen, a través de una exposición permanente y otras temporales organizadas en torno a fotos y textos explicativos. El museo existe desde 1987, es el principal espacio de Berlín para educarse sobre la historia del nazismo —también hay un centro de documentación y una librería—, y en sus alrededores existe una decena de paneles en los que se explica qué edificios había y cuál era la dinámica del barrio.
Recordar a las víctimas
Lo que sí hay en la ciudad son muchos lugares que recuerdan el genocidio de los millones de personas exterminadas bajo el régimen nazi, entre ellos, judíos, homosexuales y oponentes políticos. El más impresionante es el Monumento a los judíos de Europa asesinados —ubicado a un costado del parque Tiergarten—, un campo de 19 mil metros cuadrados por el que se extienden 2.711 estelas de hormigón de distinta altura que crean un paisaje extraño y desolador.
Como no hay placas ni explicaciones visibles, muchos viajeros despistados se toman selfies sonrientes en medio de las estelas, lo que llevó al artista israelí Shahak Shapira a desarrollar el proyecto Yolocaust, en el que crea montajes a partir de fotos de turistas felices en el memorial con imágenes de los campos de exterminio, para criticar así a quienes vienen a hacer el ridículo en este rincón trágico de Berlín.
El Museo Judío, a pasos del Checkpoint Charlie —el cruce más famoso entre Berlín este y oeste—, incluye una instalación sobrecogedora llamada Torre del Holocausto. Por todo Berlín, pequeñas placas de latón de 10×10 centímetros insertas en el pavimento recuerdan con nombre, fecha y lugar de deceso a las víctimas del nazismo. Los llamados Stolpersteine fueron creados por el artista alemán Gunter Demnig, y hoy hay unos 17 mil de ellos en distintas ciudades del país.
Alemania ha velado por que su pasado no quede en el olvido, pero también se ha preocupado de evitar cualquier manifestación en el presente que encienda las cenizas del nazismo. En los últimos años, según el diario The Telegraph, cientos de turistas han sido arrestados por posar haciendo el saludo nazi, ya que cualquier muestra de simpatía por la ideología de Hitler es considerada un crimen.
Tanto así, que en la escultura La imprenta, compuesta por una pila gigante de libros en los que están los nombres de los grandes pensadores alemanes, se excluyó al filósofo Martin Heidegger por haber sido partidario del nazismo. El monumento está en la Bebelplatz, frente a la Universidad de Humboldt, donde en 1933 se realizó una quema masiva de libros de autores judíos, y en la que hoy un memorial recuerda ese día.
A unas calles de ahí, el Museo Histórico Alemán recorre el pasado del país e incluye una sección donde se abordan los días de Hitler y se exhiben, entre otras cosas, afiches de propaganda y una colección de uniformes nazis. A media hora de ahí, el museo multimedia The Story of Berlin pone en escena la historia de la ciudad a través de montajes interactivos.
Para llegar a la parte dedicada al Tercer Reich, hay que descender varios pisos mientras se oyen de fondo discursos de Goebbels. Una vez en el subsuelo, la historia se enseña a través de textos y escenificaciones, entre ellas, ruidos de vidrios para recordar la Noche de los Cristales Rotos, parquets hechos con libros prohibidos durante el régimen nazi y reconstrucciones de calles destruidas por las bombas.
La Puerta de Brandenburgo, antiguo escenario de los desfiles apoteósicos de Hitler, es uno de los pocos lugares de la época que quedan intactos. El Führer prometió que la guerra nunca llegaría a Berlín, pero gran parte de la ciudad desapareció bajo las bombas durante los últimos años de su dictadura.
Han pasado 72 años desde el fin del Tercer Reich, y si hoy Berlín es una de las ciudades más vivas, vanguardistas, multiculturales y atractivas de Europa es, en parte, porque supo reinventarse y crear vida a partir de una historia donde había muerte y destrucción. Como dijo Jack Lang, el antiguo ministro de Cultura de Francia: “París es siempre París y Berlín jamás es Berlín”.
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