Rafael Isaza Gonzalez
Amable lector. En el año 1812 Napoleón Bonaparte era el amo de Europa. Su ambición lo llevó a invadir a Rusia con un ejército de 600.000 hombres, curtidos en muchas batallas. Después de sufrir el rigor de la nieve y las balas llegó a Moscú, la ciudad estaba sola. La mayor parte de su ejército no regresó a Francia.
A partir de 1860 los pueblos del Sur y Centro de los Estados Unidos, convencidos de la bondad de mantener la esclavitud, desafiaron al gobierno representado por Abraham Lincoln, un hombre de paz, pero de carácter. Los ejércitos sureños, por poco, entran a la Casa Blanca. Al final de cuatro años de lucha, el Sur se rindió, sin poner ninguna condición. Los muertos, en esta contienda entre hermanos, fueron cerca de un millón.
Pocos meses antes de la Segunda Guerra Mundial (1938), el primer ministro inglés Neville Chamberlain, después de conversar con Adolfo Hitler, manifestó al parlamento en Londres que no había lugar a preocupación alguna. A Hitler le bastaron unas semanas para destruir Polonia. Luego continuó invadiendo buena parte de Europa. En el año de 1942 ordenó a sus tropas atacar Rusia. Al final sus ejércitos, humillados y mermados, abandonaron ese país.
En Colombia Juan Manuel Santos antes de ocupar la presidencia proclamó su admiración y aprecio por el coronel Hugo Chávez y más tarde por Nicolás Maduro. Desde entonces Venezuela se convirtió en un lugar acogedor y seguro para los jefes de la Farc. Estos, cuando comprendieron que sus hombres habían sido diezmados por el gobierno anterior, buscaron la ayuda de los jefes de Estado de Cuba y Venezuela, para acordar con el presidente Santos una paz duradera.
No solo lo lograron, sino que consiguieron mucho más de lo que se imaginaron. Ninguno de los jefes guerrilleros, que asesinaron, torturaron y cometieron crímenes atroces, en realidad serán sancionados. En cambio, con la asesoría de Venezuela, harán parte de nuestro sistema judicial.
No habrá paz mientras haya impunidad. La aplicación recta de la justicia no puede estar supeditada al manejo de adjetivos o vocablos. Tampoco puede haberla, si no hay un castigo ejemplar para los que negociaron los sobornos de Odebrecht y los demás corruptos, que son muchos. La impunidad es el mejor abono para multiplicar el crimen, cualquiera que sea.
Moraleja: cuando el presidente Santos aceptó sellar la paz, a cualquier precio, era consciente que a lo sumo eran 8.000 combatientes. La semana anterior Maduro dispuso que dotaría a medio millón de “colectivos” con fusiles. En la época de Hitler se llamaban milicias populares. Supongamos que solo sean la mitad. Si a juicio de nuestro gobernante no era posible derrotar a 8.000 ¿qué hará Colombia para evitar que 250.000 guerrilleros del país hermano nos dejen vivir en paz?
Más de uno quisiera saber si alguna vez Juan Manuel Santos se imaginó, hasta dónde llegaría el Régimen Socialista Bolivariano. Pero más aún, si él y sus ministros están tranquilos como en su momento lo estuvo el canciller Chamberlain.
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