Fernando Savater
Ya sabemos que todas las dictaduras son históricamente nefastas, porque anulan la función esencial que convierte a los miembros de un grupo social en ciudadanos: la libertad política. Sólo les queda la opción entre vivir sumisos como reses de un rebaño o emprender la rebelión civil, con su séquito de violencia, represión y asesinato de inocentes. Pero antes o después las dictaduras acaban, porque no hay Reich que mil años dure. Y entonces se ve que no todas las dictaduras dejan al país que las ha padecido con las mismas posibilidades de recuperación. Aunque siempre detestables, las dictaduras digamos “de derechas” logran a veces ciertos avances materiales que permiten luego una reimplantación relativamente fluida de las instituciones democráticas: no han destruido el tejido de la sociedad civil, sólo la han sometido y han abusado de él; mientras las llamadas “de izquierdas” frecuentemente destruyen hasta su raíz las instituciones civiles, jurídicas, empresariales, educativas... en busca de un ilusorio “mundo nuevo” que deja un terreno empobrecido y yermo donde será muy difícil y largo que rebrote la democracia. Por su capacidad criminal muchas veces los dictadores derechistas son peores mientras mantienen su tiranía, pero para lo que viene después los de izquierdas son aún más temibles.
Vayan estas cábalas a propósito del actual régimen venezolano. Durante los años de gobierno de Chávez y los primeros de Maduro, siendo muy exquisito con el lenguaje no se podía decir que se trataba de una dictadura. Se realizaban elecciones, de limpieza cada vez más dudosa aunque alguna vez lograsen ganar los opositores al régimen, y parecía funcionar de manera más o menos reconocible la separación de poderes. Pero esas apariencias democráticas se han ido enturbiando últimamente cada vez más, sobre todo ante la fuerza crecientemente mayor de los adversarios del chavismo. El presidente Maduro ha llegado a utilizar a los jueces para invalidar nada menos que a la Asamblea Nacional, con mayoría opositora, aunque luego haya dado marcha atrás en esa manipulación de manera no menos arbitraria. Por otra parte se niega a fijar la convocatoria de elecciones, como le piden reiteradamente todas las instancias políticas opositoras, único gesto gubernamental que podría alejar el peligro cada vez más inminente de un enfrentamiento civil. Y crece el número de líderes y militantes políticos encarcelados, sometidos a juicios sin las mínimas garantías y con penas muy altas de prisión. Por imparcial que quiera ser el observador, ya no hay más remedio que asumir la situación de Venezuela como una dictadura apenas disimulada. Pero además como una dictadura retóricamente izquierdista, que ha liquidado la prosperidad del país y lo ha sumido en un desabastecimiento aterrador con falta de los bienes más elementales, alimentos, medicinas y combustibles. Las empresas del país han tenido que suspender su producción por falta de suministros y las instituciones legales o económicas han caído en manos de obsequiosos sicarios y han perdido toda credibilidad. Esto es sumamente preocupante no sólo para el dramático presente sino también para el día de mañana, cuando el chavismo sea políticamente reemplazado. El sucesor de Maduro va a tener que encargarse de un país arrasado, en el cual recuperar la democracia no será nada fácil.
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