Fuente clarin.com
Marina Aizen.
Los palacios de los autocratas tienen algo en comun, un exceso de materiales opulentos. Un periodista inglés describe la llamada “estética del dictador”, que encaja justo con el estilo del presidente de los EE. UU., Donald Trump.
Los materiales hablan, dicen cosas, igual que las palabras. Con el diseño arquitectónico pasa lo mismo. Transmite ideas, imágenes, un lenguaje universal que no hace falta traducir. Ejemplifiquemos. El oro o el dorado comunican opulencia, dinero. Si construís –además– un arco dorado sobre poderosas columnas, estás apelando, además, al poder. Si es de buen gusto o no, es otro cantar. Lo importante, no obstante, es el mensaje.
El ultra lujoso palacio de Víctor Yanukovich, ex hombre fuerte de Ucrania. Tuvo que huir de allí por la revolución de 2014.
El periodista inglés Peter York se pasó mucho tiempo estudiando la estética de los autócratas desde el siglo XIX al presente, y encontró que todos ellos están unidos por un común denominador. Lo llamó “el chic del dictador”, un afán decorativo alejado del refinamiento, que exuda narcisismo y que, generalmente, comunica poder, fortuna y un ego inexorablemente enorme.
El “chic del dictador” se reparte por toda la geografía del planeta. Y por eso encontramos los mismos índices de mal gusto en todas partes, tanto en los palacios de Saddam Hussein como en el construido por el dictador rumano Nicolae Ceausescu, pasando por los de los jeques árabes, el de Víctor Yanukovych (el líder depuesto de Ucrania) y el del emperador centroafricano Jean-Bedel Bokassa. Lo curioso es también que Donald Trump, el actual presidente de los Estados Unidos, cae en la misma categoría de “lujo vulgar”, como bien lo revela el estilo de su famoso pent-house de la torre Trump de la Quinta Avenida de Nueva York. Frescos en los techos, muebles de estilo francés, superficies duras –mármoles, caireles, vidrios, bronces–, columnas... ¡Qué más se puede pedir! Todo el conjunto emana grandiosidad, reverencia. O, al menos, eso es lo que quiere transmitir su ocupante.
El Palacio de Sadam Hussein en Tikrit, su pueblo natal. Una fascinación por el mármol, el dorado y las escaleras.
“La estética de diseño de Trump está fascinantemente fuera de línea con el pasado y el presente de los Estados Unidos. Si lo duda, tenga en cuenta que los interiores de los apartamentos que su empresa vende no tienen semejanza con el que él que vive. Pero eso no significa que su gusto venga de la nada. En un nivel, es aspiracional, está destinado a proyectar la riqueza que muchos ciudadanos sólo pueden soñar. Pero también tiene importantes paralelos, no con el renacimiento italiano o el barroco francés, sino con algo más reciente. Lo que mejor describe la estética de Trump, diría yo, es el estilo dictador”, escribió York en el blog Politico, uno de los más leídos de Washington.
Todo a lo grande. En su libro Dictador’s Homes: the lifestyle of the most colourful despots (Las casas de los dictadores: el estilo de vida de los déspotas más extravagantes), York describe las diez reglas de la estética del autócrata, como si fuera una constante de leyes de la física. La número uno –y no podría ser de otra manera– es la grandiosidad. Los proyectos de los dictadores siempre son exagerados en escala, como para impresionar mucho. Recuerda, por ejemplo, que Ceausescu se hizo construir un palacio tan grande (que hizo llamar Palacio del Pueblo) que era intimidante para quien lo visitara. El rumano fue ajusticiado junto a su esposa, Elena, antes de que terminaran la obra, que aún nadie sabe cómo ocupar o llenar por el enorme tamaño que tiene.
Los inmensos pasillos del llamado Palacio del Pueblo, que se hizo construir el ex dictador rumano Nicolae Ceausescu. Lo ejecutaron antes de que lo concluyeran.
La segunda regla del look del dictador consiste en evocar un estilo retro, aunque no utilizando objetos verdaderamente antiguos (que pueden parecer gastados por el tiempo), sino cosas nuevas concebidas con gusto viejo. Según York, desde Muammar Kadafi hasta Bokassa, al que le gustaba el estilo napoleónico, todos caen bajo el influjo del mobiliario de los palacios europeos.
Afrancesados. La tercera regla trata sobre la vocación por cierta decoración clásica francesa. “Es posible que nunca haya existido un estilo interior tan lujoso como el de la Francia del siglo XVIII, una mirada que contempla las chimeneas de mármol, las sillas cubiertas de dorado y los muebles bronceados. Visite casi cualquier jeque árabe –en Arabia Saudita, Bahrein, Qatar o Dubai– y estará sentado en una nueva silla de oro francesa. A veces los dictadores tiran para otros lugares y eras –como el Imperio Romano–, pero siempre se puede apelar a lo francés para simbolizar dinero más rápido y más fuerte que el más sutil aspecto antiguo inglés”, sostiene York.
La cuarta regla tiene que ver con el deslumbramiento por el lobby impersonal de los grandes hoteles. Y las reglas cinco, seis y siete, con el uso ampuloso de materiales como el oro, el mármol y el vidrio. Y en esto, Trump francamente se destaca. Nótese que, en el abrir y cerrar de ojos que tomó la transición presidencial, las ventanas del Salón Oval de la Casa Blanca fueron coronadas por cortinas doradas, como si el mandatario tuviera una necesidad existencial de tener oro a la vista siempre. Yanukovich, el líder ucraniano pro ruso que fue depuesto en 2014 por una insurrección popular, también vivía rodeado de una “tormenta de oro”.
Las reglas que van del ocho al diez tienen que ver con el gusto de los objetos. Según York, los dictadores no entienden nada de arte abstracto, tampoco desarrollan un gusto por los grandes maestros de la pintura, sino que prefieren objetos heroicos como águilas o leones de hierro, o si no, estatuas del siglo XIX. Pero también les gusta identificarse con las grandes marcas de autos, como Ferrari o Lamborghini. Y lo que no es menos: tener retratos suyos. Trump los exhibe en Mal-a-lago, su residencia de Florida. Imelda Marcos, la que fuera esposa del dictador filipino, Ferdinand Marcos, se hizo pintar emergiendo de las olas, como si fuera una Venus del Renacimiento.
Una herramienta clave. “Todo el punto es que los hogares de los dictadores no son para la familia, los amigos o un lugar privado. No son un refugio del mundo o del trabajo. Las casas de los dictadores, de hecho, son el trabajo: un lugar para hacer negocios, arengar a la gente y arregla cuentas, todo mientras el séquito de uno se queda cerca. Son un medio arquitectónico y artístico de establecer el poder de los ocupantes, de intimidar e impresionar a cualquier visitante”, dice York.
“¿Por qué todo esto importa? Los interiores domésticos revelan cómo la gente quiere ser vista. Pero también revelan algo sobre la vida interior de los propietarios, sus referencias culturales y cómo se relacionan con otras personas. Con su mesa de comedor de mármol, techos pintados y flores de oro literalmente en todas partes, la estética de Trump lo pone más en la tradición visual de la Turkmenistán del presidente Saparmurat Niyazov, que erigió una estatua de oro rotatoria de sí mismo en Ashgabat, que la del traje gris de los líderes democráticos occidentales. En la cima de Trump Tower, el apartamento de Trump proyecta una especie de poder que elude todos los aburridos controles y contrapesos del sistema democrático y la colaboración y responsabilidad mutua de quien es el primero entre iguales. Se trata de una sola personalidad dominante”, afirma York.
Y también reflexiona, justamente, que la estética de Trump es rupturista respecto de la se pregonó durante tiempo en Washington, que es la de edificios neoclásicos que evocan estabilidad y confianza, para evitar los excesos que suponía la cultura aristocrática de Europa. Para pensar
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