El poeta Robert Graves publicó un librito en 1927 en el que se preguntaba por el futuro de la blasfemia y las expresiones malsonantes, lo que en su época se conocía como “la poesía del hombre pobre”. Escritas en los pacíficos años veinte, las palabras de Graves iban a ser ciertamente proféticas: “En Inglaterra observamos en los últimos años un descenso en el uso de las palabras malsonantes que continuará a no ser que una guerra europea a gran escala haga revivir este hábito”.
Acertó. Llegó esa guerra y las palabrotas reconquistaron la calle, el cine y los libros. En paralelo, superada la desinformación inicial, se conoció la tragedia de los campos de concentración y Hitler, considerado el mal absoluto, se fue encarnando también en el sujeto del insulto absoluto. El término nazi se convirtió –y sigue usándose así– en la solución final de todo debate político. Porque, después de llamar nazi a alguien, ¿qué más se puede añadir?
Pero esto era así hasta la madrugada de ayer, cuando Sean Spicer, el individuo que actúa como portavoz de Donald Trump, dio un paso adelante y afirmó que Bashar el Asad es incluso peor que Hitler, porque al menos este no utilizó armamento químico durante la Segunda Guerra Mundial. Obviamente, la prensa le hizo la pregunta obligada: ¿qué se cree usted que salía por las tuberías de las cámaras de gas en las que murieron millones de personas sino un compuesto químico? Y Spicer, un incompetente absoluto, respondió con balbuceos hasta que acabó hundido en su propia ignorancia.
En tiempos de Graves, cuando se definían los exabruptos como “la poesía del hombre pobre”, se hacía por conciencia elitista de clase. En cambio, cuando Spicer utiliza a Hitler como arma arrojadiza, lo que hace es comportarse como un hombre cuya pobreza es esencialmente intelectual. Porque El Asad, por mucho que se es- fuerce en superar a Hitler, sólo alcanzará a ser un pobre criminal de guerra.
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