Hubo decenas de interrogados. Ocho sospechosos procesados. Cuatro líneas de investigación diferentes. Demasiados móviles y dos testigos. El asesinato de Carlos Castillo Armas es una maraña que hoy tratamos de poner en orden. El relato de un crimen en casa, de un crimen anunciado.
Cayó de bruces. Su nariz larga y afilada tocó el suelo en segundos, mientras una segunda bala se abría camino en su pecho ya sin latidos. Apenas unas horas antes, la mañana del 26 de julio de 1957, Carlos Castillo Armas había terminado de leer las memorias de Hjalmar Schacht, el economista de Hitler. Su despacho tenía un ventanal grande que daba a la sexta avenida y que permitía que el sol inundara el lugar; era una sala amplia con un sofá de cuero y paredes recubiertas de madera, sobre el escritorio el libro abierto y una frase resaltada con lápiz: “ni el poder ni el dinero dan forma al mundo”.
Fue el último libro que leyó. Esa noche, después de atender una reunión con empresarios, volvió a su habitación a descansar un rato antes de cenar. Faltaban unos minutos para las nueve de la noche cuando decidió ir al comedor. Odilia le tomó del brazo y caminó unos cuantos pasos cuando el golpe de oscuridad le dejó perpleja, ¿por qué nadie había reparado el foco del zaguán? En el corredor una luz mortecina iluminaba a un soldado, bajito y menudo, que sostenía un fusil, frente a él otro guardia erguido, como si fuesen dos columnas que sostenían la casa, tan necesarios y tan imperceptibles. Odilia reflexionó en que cada vez se topaban con menos guardias, antes, era frecuente que les siguieran como una sombra gruesa y pesada, pero en los últimos meses la casa estaba casi desierta.
En uno de los salones contiguos, los otros guardias jugaban billar entre carcajadas. Era una noche tranquila que se cortó por un estruendo. Fue como un trueno anunciando la tempestad, un trueno capaz de rasgar la historia. “¿A quién se le habrá escapado un tiro?” preguntó uno de los oficiales, mientras los otros ya corrían con sus armas en la mano.El primero en llegar fue el teniente Óscar Castañeda que no podía creer lo que veía: el presidente estaba en el suelo, la camisa blanca se había vuelto roja y la primera dama en vano trataba de hacerlo reaccionar. “¡Se fue por las escaleras! ¡el soldado lo mató!” alcanzó a decir la viuda y el teniente corrió tras él. Cuando estaba a punto de subir, otro estruendo partió la noche. El tercer disparo de un viernes lluvioso.
El soldado que escribía en verde
Lo que encontró arriba el teniente Castañeda fue un escenario dantesco: una hilera de sangre se movía entre los rombos negros y blancos del piso. En medio, el cuerpo de un soldado con una mano en el corazón y la otra extendida, ahogada en el mar rojo. Los ojos todavía abiertos y un agujero en el cuello por el que se le escapó la vida; a su lado estaba tirado el fusil con cacha de madera y una inscripción que decía “Laura”. Era el arma con la que acababa de asesinar al presidente. Se llamaba Romeo Vásquez Sánchez, tenía 24 años y hacía dos meses que estaba al servicio de Casa Presidencial. Era originario de Mazatenango, donde lo tenían por un muchacho inteligente que aprendió mecánica radial por correspondencia. Más tarde decidió enlistarse en el ejército donde ascendió pronto a sargento segundo. Pero en Casa Presidencial no era visto como un tipo listo sino como un tipo raro. Sus compañeros decían que se pasaba los ratos libres escribiendo o leyendo.
“Todo mi sufrimiento será apagado con la sangre de Armas” había escrito en su diario. Después de matar al presidente corrió escaleras arriba y al verse acorralado descansó la barbilla sobre el cañón y haló el gatillo. En su cráneo quedó una bala idéntica a la que mató al presidente.
Al día siguiente la gente llegaba a centenares al Palacio Nacional, todos querían despedirse de Castillo Armas. Muchos lloraban, otros rezaban y había quienes sonreían disimuladamente. “Mataron a Caca” dijo un hombre y los demás rieron. Caca eran sus iniciales: Carlos Alberto Castillo Armas.
Pero nadie creía que un soldado fuera capaz de tanto, de trazar un
plan tan maquiavélico, de inmiscuirse hasta la cocina, sin que nadie lo notara.
Los investigadores se apoyaban en un diario que hallaron en su casillero, un cuaderno con 23 páginas en las que hablaba de sus planes: creía que al matar a Castillo Armas, Arévalo volvería al poder. Estaba consciente de que podía morir, pero no le importaba:
“soy un mártir y nada tengo que perder” escribió con tinta verde. Pero además de comunismo el diario estaba lleno de mensajes de amor, adoraba a una mujer llamada Laura y pensaba que ella, al ver su osadía, se enamoraría de él. “Si salgo con vida del infierno de balas —escribió— esa misma noche, así como esté llegaré hasta la puerta de Laura y le diré que comprenda la cordura de los locos y la locura de los cuerdos. Morir así es vivir”. Para Vásquez —según su diario—
la muerte sería una liberación, su particular forma de liberación.
Para calmar a la gente que no confiaba en la autenticidad del diario, convocaron a los periodistas y les mostraron la letra de unas cartas que proporcionó la madre del sargento Vásquez: era exacta a la del diario. En esa época era peligroso dudar, pero era imposible no hacerlo, porque, el diario era en verdad sospechoso.
Vásquez era un lector —lo decían sus colegas y sus familiares— había estudiado por correspondencia, sin embargo su diario estaba plagado de faltas ortográficas. Escribía mal “luses” y “rason”, pero bien “acérrimo” y “subalternos”, mientras sus compañeros, guardias de casa presidencial, decían: “haiga” y “naide”, Romeo decía cosas como: “sois chacales buscando un cadáver que roer”. El contraste era notable. El doctor Federico Mora —que era la gran eminencia de la época— analizó el texto y concluyó que había sido escrito por un psicópata. Un psicópata enamorado. Nunca hallaron a Laura, la Julieta de Romeo.
Pero claro está que Vásquez no pudo actuar solo. Tramar un asesinato requiere de muchas mentes. Los investigadores —Pablo Torselli del Tribunal de Guerra, y Gonzalo Menéndez de la Riva del Ministerio Público— tenían el caso más complicado de la Historia. Todos eran sospechosos. Pero pronto redujeron la lista a dieciocho y de entre ellos dos: los guardias Víctor Manuel Pedroza de 17 años y Arturo Gálvez de 25.
Ninguno de los dos tenía vínculos con comunistas, lo único que los incriminó fue, extrañamente, su propio testimonio. Pedroza dijo que Vásquez le prometió un mejor empleo si le ayudaba y que los líderes del complot eran el teniente Arnulfo Reyes y el mayor Julio César Anleu. Gálvez dijo lo mismo: el plan era atacar varios cuarteles al mismo tiempo para que después Reyes se convirtiera en presidente y Anleu en su jefe de defensa. Parecía un caso resuelto. Dos oficiales que se rebelaron y utilizaron a soldados jóvenes.
Pero el 23 de agosto, casi un mes después, la sentencia cambió el rumbo del caso. Pedroza y Gálvez fueron hallados inocentes de asesinato. Les imputaron dos años conmutables por sedición frustrada, comparado con lo que pedía la fiscalía —pena de muerte— lo que recibieron fue algo así como un pequeño jalón de orejas. Todo porque los acusados, el primer día de juicio, ya tenían una versión diferente. “Somos inocentes porque hay un Dios” dijo Gálvez y luego narró cómo los habían amenazado para que contaran toda la historia que contaron. Las amenazas, además de serias, fueron bastante específicas: “si no lo dicen hoy mismo, a las dos de la tarde los vamos a fusilar’’.
El juez resolvió que aparte de su propio testimonio –que en ese momento retiraban- no había ninguna prueba para culparles del asesinato. Sin embargo Reyes y Anleu seguían presos, alguien les había tendido una trampa. ¿Quién adoctrinó a los soldados para que mintieran? El que lo hizo -estaba claro- algo tenía que esconder y se convertía ipso facto en el principal sospechoso.
Exhumaciones y trajes Oxford
El coronel Manuel Pérez, jefe de maestranza del ejército, tuvo un día atareado el 27 de julio; a las dos de la mañana empezaron a llegar los 166 soldados a rendir testimonio. Había que expedientar a todo posible sospechoso. Entre ellos Pedroza y Gálvez, que un mes más tarde aseguraban frente a un juez que ese día Pérez los llevó a un salón apartado y les juró que los asesinaría, a ellos y a sus familias, si no repetían que Anleu y Reyes mataron al presidente.
El coronel Pérez lo negó todo. Ese día había decenas de soldados y era imposible —dijo— que tuviera el tiempo de hacerles tragar esa versión. De todas formas le detuvieron y se convirtió en el principal sospechoso.
Esa noche en su celda Pedroza, que era prácticamente un niño, soñó que el presidente estaba vivo y llegaba a abrazarlo como un padre amoroso. Se despertó contento pero la alegría se fue cuando descubrió que Castillo Armas seguía muerto.
Toda esa teoría, la que implicaba a los oficiales, solo existía en la boca de los dos soldados, fuera de su testimonio no había ningún hilo del cual tirar, ni una sola prueba y el caso se atrancó. Anleu, Reyes y Pérez salieron en libertad por falta de mérito. La investigación regresó a su punto inicial: Romeo Vásquez como autor exclusivo. Incluso se hizo una exhumación del cuerpo para que otro médico certificara que murió por un disparo en la barbilla. Parecía que el caso se iba a cerrar allí, hasta que apareció el gobernador de Quetzaltenango.
El tiempo avanzaba, la gente empezaba a pensar en las próximas elecciones que se habían fijado para el 20 de octubre. Manuel Ydígoras Fuentes ya saboreaba el poder y los investigadores trataban en vano de hallar a los autores intelectuales del magnicidio. Necesitaban más información. Lo primero fue reconstruir los hechos. El guardia Óscar Segura representó a Vásquez y el inspector Ángel Sánchez a Castillo Armas. El guardia, con el fusil “Laura” en mano, vio pasar a Sánchez —que vestía un traje negro Oxford, como el que llevaba el presidente el día del asesinato— presentó armas, pero apenas le dio la espalda apuntó el fusil sin municiones, Sánchez cayó al suelo de bruces con las manos a los costados. También realizaron pruebas de balística, forraron sacos de heno con el mismo casimir del traje del mandatario y les dispararon con varios fusiles y a distintas distancias. Al comparar el casimir de prueba con el saco del presidente concluyeron que el agujero y la mancha de la pólvora eran idénticas a las que hizo el fusil Laura en el saco de heno a una distancia de 40 centímetros. Le mataron con Laura y a quemarropa.
En guerra anunciada… sí hubo soldado muerto
-Muchá, y ¿qué pasó que mataron a Castillo Armas? ¡Si él ya sabía que lo iban a matar! dijo Alfonso Duarte, el gobernador de Xela, los oficiales presentes se quedaron pálidos. Unos meses antes del crimen Duarte recibió una visita misteriosa, era un periodista que le contó que tres personas —en diferentes días— habían llegado a su redacción para asegurarle que existía un plan para matar a Castillo Armas. El primero dijo que lo escuchó en el mercado de Retalhuleu y el periodista no lo tomó muy en serio. El segundo narró que un soldado borracho lo dijo en una cantina y el tercero que un colega suyo estaba infiltrado. El periodista empezó a dudar y fue a contarle al gobernador.
Duarte informó de inmediato al Coronel Manuel Castellanos, tercer jefe del Estado Mayor Presidencial. Castellanos le aseguró que tomaría cartas en el asunto y que ese mismo día citaría a los tres testigos para que le contaran todo lo que sabían. Duarte pensó que eso no era suficiente y aprovechando una visita del presidente a Totonicapán fue a buscarlo y le contó todo. Castillo Armas estaba tranquilo, su mirada opacada por las ojeras no se inmutó y le dijo: “haceme favor, decile todo esto a Castellanos, él sabrá qué hacer”.
El día del asesinato uno de los guardias fue de prisa a buscar al sacerdote allegado a Castillo Armas y en el camino el religioso le dijo “no comprendo cómo pudieron matarlo ¡si él ya sabía que lo querían matar!” Cuando lo interrogaron, el cura dijo que Castellanos le había contado de la amenaza.
Por esos días llegó Enrique Arrazola, un exempleado de Casa Presidencial, a visitar a los investigadores. Les contó que unos meses antes del asesinato decidió renunciar porque Castellanos y José Ortega, el primer jefe del EMP, le prohibían estar cerca del presidente. Lo que era peor, todos los guardias tenían la misma orden: no se acerquen al presidente. Por eso varios de sus protectores estaban jugando billar mientras lo asesinaban.
Esa misma semana Prensa Libre recibió una carta que publicó integra. La firmaba Pedro Anselmo Menchú, un exguardia de Casa Presidencial y decía que Castellanos quería que el presidente estuviera solo y vulnerable. Narró un episodio en el que —en una fiesta— un hombre sospechoso se acercó al mandatario, Menchú corrió a ponerse frente a él, porque temió que llevara un cuchillo; lo que recibió a cambio fueron 15 días de arresto por órdenes de Castellanos.
El dúo sospechoso anterior, Anelu y Reyes, perdió protagonismo. Los ojos de todos se volvieron hacia los jefes del Estado Mayor. El MP dijo que Castellanos “fue aislándolo, privándole de toda protección personal. A todas las personas que debían velar por su seguridad y su integridad física se les hacía retirar de los sitios en los que debían desempeñar su cargo (…) dichas personas habían sido enteradas de que se fraguaba un atentado y hasta fue indicada la época en que esto iba a ocurrir”.
Era increíble que alguien —que sabía que se fraguaba un atentado— alejara a los guardias. O quizá no era increíble, sino lógico: a Castellanos le habían dicho que el que cometería el magnicidio sería un guardia, así que lo alejó de sus posibles asesinos. Pero al igual que con Anleu, Reyes y Pérez, no había pruebas para inculpar a Castellanos y los hilos que sostenían sus acusaciones eran finos. Todos tenían móvil, todos tenían oportunidad y todos tenían duda razonable. Mala combinación. Los investigadores se quedaron otra vez sin sospechosos y fue entonces cuando decidieron buscar a los tres informantes que le contaron al periodista del asesinato. Cuando lograron entrevistarlos dijeron que el Coronel Ortega los citó para interrogarlos, pero que no fue él quien los recibió sino alguien al que solo podían describir como alto, flaco y moreno.
Cuando alguien muere asesinado lo lógico es elaborar una lista de las personas que querrían verlo muerto. En el caso de Castillo Armas esa lista no era nada corta, pero quizá la encabezaba Ydígoras, el traicionado Ydígoras. En 1952 Castillo Armas e Ydígoras habían firmado un pacto de caballeros en el que Castillo Armas se comprometía a tomar el poder y convocar elecciones, el candidato —acordaron— sería Ydígoras. Una vez en el poder, a Castillo Armas no le dieron muchas ganas de convocar elecciones y no solo no cumplió su pacto sino que además le negó la entrada a Guatemala a Ydígoras que sufría su rabia en El Salvador. A Castillo Armas le decían Cara de Hacha, por lo afilado de su nariz y sus ojos hundidos, que a veces le hacían parecer bizco, pero en realidad la cara de Castillo Armas era más bien dura: tampoco le cumplió a Juan Córdova Cerna al que le prometió, precisamente lo mismo: ser candidato, ni le dio ningún valor a su firma que quedó grabada —y con el nuncio apostólico delante— donde prometía devolver el orden constitucional.
Pero las fronteras no son infranqueables e Ydígoras se coló en Guatemala, dispuesto a reclamar lo que le correspondía. Castillo Armas lo tranquilizó dándole la embajada en Colombia. Desde lejos era difícil que planeara un crimen, parecía claro que el autor intelectual estaba dentro del país. O al menos estaba claro en un principio, porque después las líneas de investigación cruzaron el mar y alcanzaron a un hombre poderoso, a un enemigo que nadie quisiera tener.
El crimen del mirador
El 20 de octubre de 1957 la ciudad de Guatemala era un caos total. En la radio se hablaba de muertos, de heridos, de destrozos por doquier: el resultado de las elecciones. En el mirador de San José Pinula, sin embargo, había un cadáver que nada tenía que ver con la violencia electoral. Era el cuerpo de Narciso Escobar. Le dispararon desde un carro y cayó herido al suelo. Allí en medio del polvo alcanzó a ver el número de placa y lo memorizó. Minutos después llegó un policía y Escobar le repitió el número con su último aliento de vida. El agente dio aviso a todas las unidades y en la zona uno dos policías lograron detener al vehículo de los asesinos. Sin embargo, unos minutos después les permitieron huir. Recibieron una llamada de un superior, había órdenes estrictas de dejarlos en libertad.
Al principio nadie reportó el crimen, los diarios estaban ocupados hablando de los comicios caóticos. Hasta que el canciller recibió información importante: “el tipo que mataron en el mirador era uno de los más buscados en Cuba”. El gobierno cubano había pedido a Guatemala que lo vigilara porque creían que planeaba matar a Fulgencio Batista, el dictador cubano. La trama se complicó más cuando los policías contaron que quien les ordenó soltar a los asesinos fue Enrique Trinidad Oliva, jefe de seguridad nacional, hermano de Francisco Oliva, el ministro de la Defensa y uno de los que integró el triunvirato liberacionista.
El carro de los asesinos estaba a nombre de Carlos Gacel, un cubano que era agente de la Dirección General de Seguridad de Guatemala, pero que también servía como espía para el gobierno dominicano. Cuando capturaron a Gacel aseguró que le habían robado el carro esa misma mañana, y efectivamente había dado el aviso de robo horas antes del asesinato, pero los investigadores no le creían, estaba claro que escondía algo. Gacel se sintió acorralado y delató a un colega dominicano que vivía en Guatemala: Johnny Abbes García. Abbes no era poca cosa, ya se le conocía como un pistolero al servicio del dictador dominicado Rafael Leonidas Trujillo.Vargas Llosa lo retrató en la “Fiesta del Chivo”.
Los investigadores buscaron entonces a Trinidad Oliva, que negó tener relación con los crímenes. En ese entonces Oliva era casi un héroe, incluso le habían pedido que fuera candidato en las elecciones. Un juez le dejó en libertad, pero en el MP eso no les agradó nada, era sospechoso a todas luces así que apelaron el auto de libertad y consiguieron una nueva orden de captura. No fue en buen momento, porque cuando iban a buscarlo derrocaron al gobierno interino y volvió el caos a Guatemala. Para cuando empezaban a recuperar la calma Trinidad ya se había fugado. Gacel y Abbes también lograron huir, se fueron a República Dominicana con la alegría de saber lo bien que puede caer a veces el derrocamiento de un gobierno, una nube de humo de gas de lacrimógeno y un relajo en donde perderse. Quizá el crimen del mirador hubiera quedado en el olvido de no ser por un grupo de amigos de Castillo Armas, encabezado por Mario Sandoval Alarcón, que apareció con información inquietante.
Castillo Armas les había contado que sospechaba de Trinidad Oliva porque le había escuchado una conversación telefónica con alguien de la embajada dominicana en la que se refería al presidente como “traidor hijo de puta”. Unos días antes del asesinato, Oliva llegó al despacho de Castillo Armas y recibió una reprimenda espantosa. Hasta la secretaria escuchó los gritos del mandatario. Salió amenazado: lo iba a echar del país. Con esta nueva información el Congreso nombró una comisión investigadora que debía dar cuentas del crimen del mirador, de la injerencia de Trujillo en Guatemala y de la relación que pudiera tener con el magnicidio. El dictamen de la comisión llegó días después: el agregado militar dominicano Abbes García participó en el crimen del mirador.
Todo indicaba que Narciso Escobar era pistola a la orden de Trujillo y que recibió instrucciones para liquidar a Castillo Armas; los investigadores sospechaban que fue él quien tramó todo y que en determinado momento sus secuaces dominicanos dejaron de confiar en él y lo mataron. Tenía mucha información para dejarlo vivo. No imaginaron que Narciso recordaría el número de placa y que su último acto de vida sería joder las suyas.
¿Por qué Trujillo quería matar a Castillo Armas? La respuesta va a parecer un chiste: por la Orden del Quetzal. De esto no hay prueba alguna, pero son muchas las personas que aseguran que el descontento empezó por eso. Trujillo le dio armas y dinero a Castillo Armas —Prensa Libre publicó en ese entonces que fueron U$S150 mil— para financiar el movimiento de liberación. Cuando Castillo Armas estaba en el poder, Trujillo le envió una carta recordándole su deuda, “quiero la Orden del Quetzal”. Pero Castillo Armas le contestó “que ahora no, que tal vez después”. Entonces Trujillo montó en cólera y le exigió que le pagara lo que debía y Castillo Armas le respondió “que ahora no, que tal vez después’’.
En 1958 Oliva regresó voluntariamente a Guatemala, pero tampoco hubo pruebas para condenarlo y quedó libre. Con Abbes y Gacel tan lejos, era imposible seguir. La única sentencia en el proceso fue para Víctor Pedroza y Arturo Gálvez, que recibieron dos años por sedición frustrada. El caso quedó archivado. Era mejor volver al principio y decir que lo mató Romeo Vásquez Sánchez y ya está, final del asunto. Es irónico que un crimen demasiado fácil, demasiado en casa no se haya podido resolver. La lista de sospechosos sigue intacta, todos fueron y nadie fue.