Ylonka Nacidit Perdomo
-¿Y, quién muere por la Patria? ¿Los que no tienen “vocación” de gloria, ni interés alguno en derrumbar las fáticas jerarquías del poder; los mediadores anónimos que se hacen rehenes de los murmullos que traen los enjambres de abejas insatisfechas; los enmudecidos por el asecho autoritario de las tropas; los alienados constantemente, victimarios y víctimas de sí mismos; los que al nacer odian, porque no confían en salvador ni en redentor alguno; los que se quedan sin sensibilidad en la piel cuando los golpes y las torturas le sellan la boca; los que pierden la propiedad de su tierra, aquella tierra donde vieron la luz del día, y mueren alejados de ellas, porque se la usurpan los que visten la ropa de aves de mal agüero?
-¿Y, quién muere por la Patria? ¿Los que se no respiran el aire de la libertad, los que viven en las burbujas del suspenso, encerrados en el dolor con una cicatriz en la cara convulsionando porque no pueden subvertir su propio exceso de locura; los que se hacen sombras, sujetos anestesiados, enfermos de amnesia, imagen endeble de sus rostros, reencarnación infeliz de desalmados forasteros que consienten dictaduras, tigres posando con un guiño de ojo, desposando a las flores y al alba sin inmutarse por sus quejidos?
-¿Y, quién muere por la Patria? ¿Los que huyendo del fuego caen delante de las hogueras, sin entender el juego de los casualismos del destino; lo que se dejan rondar por la angustia y se hacen rebeldes, y apartan su mirada del caudillo; los que con voluntad se manifiestan, y hurgan en la historia, y marchan cantando a los corazones abiertos por los proyectiles de las injusticias; los que interceptan los mensajes de los contrarios, cuando se hace urgente vigilar, alejar a la muerte de los senderos del valor, y hacer que lo puro tenga un vuelo total no inmóvil, sino de danza para que la lluvia caiga después de las tronadas como testimonio de que los milagros existen?
-¿Y, quién muere por la Patria? ¿Lo que se sacrifican delante de las serpientes para conocer los extremos del horror, los extremos del dolor y los extremos de la barbarie; los que van detrás de las ansias del poder, desvirgando a la inocencia, haciendo a las palabras de alabastro, y a las ideas de polvo que el viento se lleva para distraer al caos y no escribir los sucesos de la derrota; los que dirimen el olvido como un auto-convencerse de que “todo está bien”, “es más de los mismo”, escribiendo una página viva que se lanza con nostalgia como un volante híbrido; los que se hacen acompañar de “disidentes”, de chaqueteros comprados que luego traicionan a “su-causa”, y a la causa-del-amo; los que redactan misivas de “reflexión”, panfletos, proclamas, adhesiones, manifiestos, que luego no encuentran mensajeros para enviarlas, porque los mensajeros cobran un peaje significativo para que el doblegado no sea desacreditado; los que sueñan con la “victoria”, la añorada “victoria” en la madrugada, después de ejercer la prostitución en el prostíbulo de los asesinos de conciencia porque no saben que al levantar las manos con los puños cerrados, su propia mano se le devolverá y le apretará el cuello?
-¿Y, quién muere por la Patria? ¿Los que mueren de hambre y a causa de hambre; los que huyen de los conflictos navegando en todas las aguas, y los deben vigilar a la noche al despedirse agitando sus pechos ante la emboscada que saben que le espera; los que no tienen “llanto sin término”; los que corren el peligro de la delación; los que conspiran urgiendo sus cuerpos de mentiras, los que no opinan porque no conocen de la razón; los súbitos de los gobiernos tiránicos, los que han permanecido desterrados por siglos como elementos sociales dejados de soslayo en el limbo sin identidad y sin nombre; los que sufren porque nunca han conseguido un pan para su hambre, los que son testigos de la desesperación que trae el desamparo; las que alumbran sin cama, y sin caricia de caridad alguna para soportar la pérdida de un hijo; los que desafían a la autoridad porque no pueden soportar más las humillaciones; los que no se prestan al olvido, ni a los planes de claudicaciones de los Judas; los que no acatan los sórdidos deseos de los otros, y menos aún que su voluntad sea domesticada por los otros; los que se dejan descontrolar e irritar y perecen de un tiro en la frente, en el vientre, en el pecho o en las piernas; los que no ocultan sus expresiones de disgusto cuando las lágrimas se asoman al padecer la frustración de sus sueños; los que tienen duelos incontenidos, bostezos de cansancio, y la garganta cortada por la soga que los terminará ahorcando; los que mueren sin simular monólogos, diálogos sinceros o conversaciones lapidarias y sin dirimir problema alguno; lo que no entienden por qué no conocieron las bondades de sus hermanos y de sus padres; los que no saben cómo es realmente la sonrisa vengativa del verdugo; los que tienen una mirada que no asume las derrotas ni la fiereza deliberada del que afila el cuchillo; los enviados a ser colgados en un árbol, y saben que su mayor gloria es quedar con los ojos abiertos mirando hacia el cielo; los que no esconden su asombro ante los que se orinan en las esquinas de los palacios; los que tienen convicciones firmes sobre el bienestar de la Patria, y cómo alcanzarlos; los que se inmolan detrás de las alambradas, con los pies de arcilla y la caída segura a un pozo negro; los que se abrazan en el día, esperando la posibilidad de un cambio para remediar su situación de indigente; los que saben que pueden ser descuartizados, a pedazos, por el maquinista de la fábrica o el tanque del ejército; los de la amargura triste, los sin protección, que no tienen coraza como armadura, sino la mordaza en la boca; los que quedan tirados en las calles como piltrafas humanas, como carne de segunda de cañón; los disgustados que emprenden la revuelta y se culpan indirectamente de la suerte del pueblo; los difuntos sin cruz; los que no tienen genitales, y se desplomaron al morir boca arriba; los que dejaron ensangrentados en las puertas de su casa, en el callejón, en el barrio, en la cuneta, en la cañada, en el patio, en la “parte atrás”, cuando quisieron huir de la persecución de sus verdugos-asesinos-cómplices y quedaron muertos con la etiqueta de delincuentes; los que la noche se llevó; los que conocieron a los lobos y su vil perversidad llevada en las venas para corromper todo a su alrededor; los que reclamaron las semillas para el suelo; los que anduvieron de puente en puente para cruzar las ciudades, y se encontraron con las murallas de la discriminación; los que se hicieron mercenarios de los traficantes, y sus desgarradores gritos quedaron en el viento cuando los lanzaron al río como una desgraciada criatura para no levantar sus alas jamás; los que huyeron de sus hogares, porque no querían que mataran a sus niños, y acabaron como desaparecidos, víctimas del rastrillo desgarrador sobre sus pechos; los que quedaron en la fosa común sin nombre ni epitafio, y que han demorado en volver; los que se tiraron desde los balcones para salvarse de la sorpresa que trae la muerte, porque el enemigo se ocultó en sus habitaciones con un semblante de amigo; los que se van cruzando mar adentro las huestes de la impiedad sin llegar a ninguna orilla; los postrados, los enloquecidos, los de las pupilas desorbitadas, los torturados; los que le hacen compañía a la nada y al olvido, los incapaces de conocer la dicha, los sonámbulos, los que llevan cicatrices en sus frentes y mejillas; los que tienen surcos en los labios de asesinos y provocan repulsión; los cubiertos por el polvo de los caminos y lastimadas sus almas por el fuego de la inmisericordia; los que se hicieron vengativos por temor al tormento que trae el miedo de perecer cualquier día sin privilegio alguno; los que anhelaban no ser sorprendidos en las madrugadas cuando duermen; los que no tienen consuelo ni una tarja de mármol sobre sus tumbas; los prisioneros de la melancolía, quizás porque ya es una costumbre quedar desalmados, sentirse equivocados todos los que saben que mueren unos, impunemente por la Patria, y otros, inútilmente por la Patria?
Mueren por la Patria los que no anhelan esculturas ni que se le dé su nombre a una calle, a una avenida o a un parque como “recompensa” a su legado. Mueren por la Patria los que no planificaron su muerte ni dejaron los servicios funerarios pagos, y el ritual para su última voluntad de ser incinerados; los que no tuvieron fortuna en banco ni instantes de gloria fingida; los que sólo escucharon sus nombres pronunciados en los labios del pueblo, no en aquellos que viven de las lisonjas; los que tallaron su presente, su ayer y su después con el sacrificio, no con la acumulación de reconocimientos; los que no pasaron facturas ni hicieron inventario de lo que “les toca” para demandar al Estado una pensión o una dádiva; los que se levantan de la nada; los que pusieron sus pechos para que las balas los atravesara como escudo para que los compañeros de lucha pudieran avanzar en la resistencia que trae la protesta; los que enarbolaron ideas e ideales imperecederos; los que sufren el desconsuelo; los que existen sin vacilaciones, y sólo se confiesan ante el atrio de la Patria; los que saben que la tragedia terrenal de las injusticias tendrá un final; los que nacen y surgen generación tras generación para terminar con los canallas vestidos de demócratas; los que leen y cantan la dulce canción de la Patria; los que del propio dolor hacen un arma para la resistencia; los que se afligen por las desventuras de los pobres; los que a todo pulmón respiran aire puro, y no se extravían en sus propósitos de redención de sus pueblos; los que esperan la barca de la eternidad para zarpar hacia el horizonte escoltados solo por el recurso de la valentía, luego de vencer a los infames; los que oponen la bondad a la crueldad; los de voz firme, pero piadosa; los que se levantan en la madrugada y tardan hasta tarde para dormir, hasta tanto no rompan las cadenas de la sumisión de los pueblos; los que se inmolan; los que quedan en las memorias de todos como inmortales; los que traen enseñanzas honestas y principios para que la dignidad humana sea un valor universal; los que aunque los juzguen con odio, extienden una rama de olivo a sus detractores; los que hacen de su voz, una voz de hermandad para que las voces de todos sea una voz total para un fin común, y una aspiración común: derrotar a los Césares escondidos en la falsa conmiseración, que desde sus aposentos privados planean con cólera robarles la libertad, castigar a los que le salgan al frente, y enmudecer a sus oponentes, y abalanzarse sobre los graneros convertidos en las arcas de oro de la nación.
Mueren por la Patria los que combaten a los que se “precipitan” a querer ser Césares, y dejan a a esos Cesares con los torsos desnudos, y la cabeza colgada en la plaza hacia abajo. Ningún César ha podido condenar las puertas de los palacios a no ser derribadas por el pueblo ni detener los rugidos y la furia de las turbas. Las turbas en tiempo de rebeldía no son generosas. No fuerzan sus dedos para darles vueltas al círculo del Oráculo; se arrojan como huestes sobre la hierba para consumar el estallido de sus gritos. La destrucción de todo lo material a su alrededor es la señal de que han conquistado los territorios de sus opresores. No sienten culpabilidad alguna ni vergüenza al defecar sobre las cabezas de quienes se hicieron indignos para mandar. Los siglos de la humanidad, han demostrado que no hay murallas infalibles, que no sean derrumbadas por la voluntad de los pueblos, y que no hay tiempo que no se cumpla para echar al suelo las torres desde donde los centinelas tiraban a matar.
Es extraño el lenguaje de los espejos del tiempo; piedra tras piedra, roca tras roca, peñascos tras peñascos, quedan rotos los cercos de las fortalezas de la opresión, que la rebeldía tira con el estruendo que trae la llegada de la aurora. Cuando estalla el silencio, cuando la “autoridad” del hierro es impugnada por las multitudes, y las aguas que torrencialmente lavan la sangre de los caídos corre como un río, se anuncia la Hora Cero: el pueblo pasa de la omisión a los hechos. Es que la asfixia de los pueblos no puede ser eterna; tiene que haber una rendija por la cual se inhale el olor a pólvora, y, que el gesto que trae una mirada pura se haga un paso de avance para la concentración de las multitudes en las plazas y en las calles, para que todas las fortificaciones caigan sin importar sus riquezas.
Cuando una muchedumbre avanza hasta encontrarse con la Hora Cero, hace de la conjura no un simple designio, y no hay estrategia de guerra que la detenga, ni armas para continuarlas teniendo en yugo. Cuando la muchedumbre ve que la luz del sol le espera, no tarda en convencerse de que debe avanzar, hacerse dueña de los espacios, reventar a las oscuras mazmorras y a las supurantes pústulas.
¿Cuál será el crimen más grosero que se puede cometer contra la Patria? ¿Cuál es el crimen más infame que la Patria no perdona contra ella? Quizás las deslealtades de las altas jerarquías de los políticos al contrato colectivo, y más aun cuando hipotecan el futuro de todo un pueblo, y usufructúan para ellos, los bienes colectivos. Cuando la muchedumbre afila el cuchillo para las gargantas de los mezquinos, de aquellos que la creen una ciega desvalida, rápidamente diezma a los que les mutilaron su cuerpo, a los que la vistieron con harapos. ¿Desobediencia es terrorismo? ¿La protesta civil es terrorismo? ¿Puede un millón de monedas de oro acuñadas con la efigie de César, detener la desobediencia, el latir que trae la vorágine de la lucha, de los que se miran frente a frente, de los que estremecen por el avance de sus pasos a la tierra humillada? Las muchedumbres paren las decisiones necesarias, las insurrecciones necesarias, las horas que empujan a los vientres a parir hombres y mujeres cuyos párpados no se caen por el cansancio, y cuyos rostros hermanados, incorporados a los avisos y anuncios que recorren de Este a Oeste, y de Sur a Norte, son para detener los crímenes más grotescoa que se pueden cometer contra la Patria.
Las muchedumbres no son nuevos huéspedes de la Historia; son los diamantes que paren las tierras con cintas en las caderas para hacer tronar en las nubes el júbilo que trae la añorada hazaña de la subversión total. La única dote que trae la muchedumbre es la de las lágrimas que se derraman cuando se pone en marcha la causa de tener conciencia, para concelebrar a la palabra rota, porque la palabra se rompe, se necesita romper para que pueda traer ideales, para que las compresas del silencio se abran; las palabras rotas necesitan exclamarse, transmitirse como una noticia cargada de esperanzas. Una palabra rota se hace arcada, una rústica arcada construida por manos fuertes, ásperas, encallecidas y heridas por las jornadas del día, cuando la luz se enciende como una llama que se hace guía para hacer de la cosecha la razón de la libertad; cuando la cosecha empieza a nacer, a crecer, va abriendo a la tierra, rompiendo los obstáculos que encuentra en el suelo; la palabra rota, abierta como la tierra, es la que apresura a la muchedumbre a entregarse al canto de la libertad; es la palabra rota la que dispone cómo serán los frutos, los frutos que irán madurando al caerle la lluvia. Una palabra rota se hace causa moral, vida, cambio, pérdida del miedo, pérdida de la pasividad, pérdida de la complicidad, pérdida de la sumisión. La palabra rota, rota por las circunstancias, por los instantes, y los momentos cruciales cuando se avecinan las decisiones, es la que trae la fuerza para que la semilla germine.
La palabra rota no muere; sobre sus pedazos se erigen las utopías, las voluntades que construyen futuros luminosos; es la que lleva los blasones de los que conquistan la eternidad, esa eternidad que pertenece a las muchedumbres. La muchedumbre no necesita “gobernar”, porque ella se erige por sí sola como voz de resistencia ante la gobernabilidad turbia, simuladora, que sofoca y amenaza a la civilidad de los pueblos.
La palabra rota renace ante cada contienda donde los adversarios chocan de cabeza a cabeza, cuando unos segundos son los necesarios para abalanzarse sobre el cuerpo, para derribar el peligro que trae el dios Ares. Las muchedumbres son las que rompen con sinceridad a la palabra, sin necesitar de ejércitos ni de tropas ni de lanceros que tengan como guarniciones las paredes y los techos usurpados al Pueblo.
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