Del retrato de aparato al culto a la personalidad, la historia del arte revela un notable cambio en la iconografía del poder tiránico
Desde, como quien dice, la noche de los tiempos hasta ahora mismo, las imágenes, sea con intención mágica o ideológica, han servido de correa de transmisión del poder instituido. En lo que se refiere a la imagen específica de los tiranos —término de origen indoeuropeo y ampliamente usado en el mundo grecorromano para calificar a quien ejerce un poder despótico— hay una diferencia histórica crucial entre lo que se entendía por tal en el Antiguo y el Nuevo Régimen. Durante el primero, el poder se ejercía de manera vertical, de arriba abajo, de forma absoluta, mientras que en nuestra época, ese ejercicio, cuando no respeta los límites y garantías de los ciudadanos, pierde su legitimación. En este sentido, es significativo que la representación de un monarca o príncipe, en la historia del arte occidental hasta nuestra época, supeditase la veracidad del parecido del así efigiado al valor de las insignias heráldicas que portaba como acreditación de sus títulos, constituyendo así un género conocido como “retrato de aparato”, mientras que las de los tiranos contemporáneos se cifren en lo que llamamos el culto de su singular personalidad, física y simbólica. Entre estos últimos, también es asimismo significativo que su imagen sea adjetivada con una cola de enfáticas expresiones aduladoras, según sea el sustento ideológico que las anima, como calificar a Stalin de Padrecito, a Mao como Gran Timonel o, respectivamente, aMussolini como Duce, a Hitler como Führer y a nuestro Franco como Caudillo o Generalísimo; todos ellos, en fin, salvadores excepcionales de su patria y pueblo.
De todas formas, completando estas advocaciones retóricas, hay en sus consiguientes representaciones icónicas unos valores añadidos más complejos desde el punto de vista simbólico y formal, que se han acrecentado además con los nuevos medios tecnológicos de difusión audiovisual y, no digamos, con los más recientes y sofisticados de manipulación digital, que rehacen a su conveniencia la memoria histórica. De todas formas, si comparamos la pompa y el esplendor con que ingenuamente se retrataba a los antiguos reyes con la afectada “sencillez” con que lo hacen nuestros tiranos, hay que reconocer que éstos resultan comparativamente más ridículos. Por lo demás, si alguien no ha sido capaz de percibirlo a primera vista, los caricaturistas del bando contrario se lo recuerdan.
Si una imagen vale más que mil palabras, también cabe afirmar que entonces aproxima mil veces más lo sublime a lo ridículo
Es curioso constatar que ha sido el arte de nuestra época no solo el inventor de ese género de la caricatura, sino que, marcado en esencia por la ironía, haya caricaturizado, en general, toda nuestra realidad. De esta manera, si, como se dice tópicamente, una imagen vale más que mil palabras, también cabe afirmar que entonces aproxima mil veces más lo sublime a lo ridículo. No en balde uno se pasea por cualquier museo histórico, quizás intimidado, pero sin reírse, mientras que el destino de nuestros grandes tiranos desvencijados no encuentra mejor refugio que el de los museos de cera o el de cualquier almacén de objetos perdidos.
Ya Baudelaire nos aleccionó al respecto al afirmar que las estatuas de nuestros antecesores hombres egregios, que ornan nuestras modernas ciudades, son todas ellas en sí mismas ridículas, porque, por una parte, casi ningún paseante sabe quiénes fueron, pero, por otra, que, en nuestra sociedad secularizada, la efigie impostada de un humano mortal, a diferencia de la de un dios, es de suyo risible. ¿Y qué vamos a decir de la impostada impostura de la de un gran tirano, que pasa sin transición del bronce al muñequito de goma? ¡Ídolos con pies de barro!
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