Anibal de Castro
Quizás porque figura entre los valores esenciales asociados al cristianismo de la otra mejilla en el reparto de bofetadas, el perdón como atributo del individuo tiene un sello esencialmente religioso en nuestra cultura. No así cuando el daño adquiere categoría social e intervienen los mecanismos diseñados para proteger al colectivo. Si bien un crucifijo acompaña al mazo en el estrado, la justicia con vendas se inclina casi siempre hacia el castigo. La inocencia se compensa con la absolución; sin embargo, la condena rige como vía única para la expiación y disuasivo, aunque no siempre eficaz, contra la reincidencia.
La amnistía, olvido, existe para los crímenes políticos y delitos fiscales. En el primer caso, como una gracia en el intento consensuado de recobrar la paz social; y en el segundo, para recuperar el terreno perdido en el esfuerzo estatal de revitalizar el erario. Los perdones presidenciales, reducciones de la pena y libertad condicional suceden a años de sanción y confirman, sobre todo, el saldo amplio de la culpa o una injusticia. Contradictorio, pues, que a nivel privado se pregone lo que se niega en público, y que la bondad y generosidad sean virtudes estrictamente para consumo individual y por tanto dispensables a voluntad. Así, el Estado monopoliza el papel de árbitro. Cuando el juez condena en nombre de todos, imparte justicia. Si lo hace el ciudadano en nombre propio, comete un ilícito al arrogarse la tarea pública. La venganza es un plato frío cuyo consumo a menudo se paga con cárcel.
En términos estrictamente legales, poco importa que las víctimas se sientan o no resarcidas con las decisiones judiciales. No hay recurso una vez traspuesta la última barrera de la sentencia definitiva. Con el cumplimiento de la pena adviene el derecho a la participación ciudadana, la denominada reinserción social. Desaparecen los impedimentos legales para que el condenado ocupe un lugar en la comunidad y se codee de igual a igual con aquellos a quienes ofendió. Otra contradicción se perfila: liberación por el Estado mas no por el individuo. En paz con el colectivo y puede que nunca con aquellos para quienes el agravio carece de fecha de caducidad. Es la complejidad aneja a sucesos engendradores de trastornos sociales, de heridas incurables porque las causas no cesan de ejercer un efecto perverso. Pese a la dureza de las penas, la sociedad se siente aún irredenta y, al mismo tiempo, impotente ante la imposibilidad de que la acción pública rompa de nuevo la inercia.
Inmerso en las reflexiones anteriores luego de leer en un vuelo sobre el encarcelamiento por prisión cumplida de Juan Manuel Moliné Rodríguez, condenado a 20 años por complicidad en el crimen execrable del niño José Rafael Llenas Aybar, rescaté de mi tableta el último filme del director canadiense de origen armenio y nacido en Egipto, Atom Egoyan. En Remember, un thriller sicológico que aborda el Holocausto desde la perspectiva de la venganza, dos actores galardonados con el Oscar, Christopher Plummer (Zev) y Martín Landau (Max), combinan actuaciones memorables. Personifican una pareja de ancianos unidos en el propósito de eliminar al torturador nazi responsable del extermino de sus familiares en un campo de concentración. Aparentemente, los años y circunstancias de muerte a corto plazo en una residencia de ancianos no han disminuido el fervor vengativo. Por el contrario, la concreción de la mortalidad a la vista les empuja sin tregua.
Un detalle musical acompaña al clímax en el filme de un director siempre cuidadoso en la selección musical. Mientras Zev aguarda a quien cree el verdugo nazi, se sienta al piano en la casa de este y en uno de los cada vez menos frecuentes momentos de lucidez acomete una pieza de Wagner. En otro espacio de la banda sonora, la Despedida de Wotan de la ópera La valquiria, clave en esta obra del celebrado compositor alemán y padre de la música moderna, impone un mensaje sobrio y poderoso. Es el momento del castigo a Brunilda, la hija primera valquiria, a quien Wotan ha condenado a la mortalidad, durmiente embrujada en una montaña expuesta a cualquier hombre que quiera poseerla.
El antiguo soldado alemán, escondido por años en los alrededores del Lago Tahoe en el estado de Nevada, advierte la música ignorante de quién está sentado al piano, y dice: “Quien guste de Wagner no puede odiar”. El acierto de Egoyam al escoger el pasaje operático y la ironía me estremecieron tanto o más que la continua turbulencia. Richard Wagner era el autor favorito de Adolfo Hitler, quien encontraba en su música la esencia aria de sus desvaríos raciales. Además, se reconoce a este compositor el genio de asociar frases musicales con ideas y argumentos, pero también con caracteres individuales. El cobro de la deuda sangrienta deviene un encuentro con la realidad atroz extraviada en el Alzheimer que se ha llevado casi por completo la memoria de Zev. La víctima resulta ser el victimario: en la venganza se encuentra la verdad infalible de que no somos mejores que el odiado. En la confrontación del pasado, a menudo la línea divisoria entre buenos y malos se diluye hasta casi desaparecer.
La justicia califica como invención humana para posibilitar la vida en sociedad y zanjar los conflictos. Como tal, imperfecta no obstante la validez de los objetivos. Solo en un tango, veinte años no son nada. En el sistema penitenciario dominicano, la privación de libertad durante dos décadas constituye un castigo severísimo; y si creemos en la certeza de la ley, a la medida de la complicidad en cualquier crimen. Son muchas estaciones arrancadas de la agenda vital de cualquier ser humano. De recaer la pena sobre un hombre entrado en edad, probablemente acabará sus días encerrado. En sentenciados joven como Moliné, la celda es hoguera de energías que pudieron ser aprovechadas en una carrera y el ejercicio profesional, en la formación de una familia y construcción del repertorio de experiencias sobre las que se asienta la madurez productiva. Arden hojas del calendario que nunca serán marcadas con momentos estelares, tiempo perdido que escapa a cualquier intento de recuperación. El merecimiento del castigo no borra la severidad del mismo, tampoco devuelve la integridad a la víctima. Hay mucho de tragedia wagneriana, ergo la relevancia del episodio operático citado. El castigo a Brunilda implica la infelicidad de Wotan. De ahí el dolor en cada línea de la despedida y la revelación de que la condena, inapelable, daña por igual al padre y a la hija. Ni siquiera en la ficción operática donde es divina, la justicia muta en recompensa y aleja con un muro de aflicción al victimario de la víctima.
Ignoro si las peticiones de perdón y el reconocimiento público de la gravedad de su conducta bastan para desagraviar a la familia doliente. Ni siquiera sé si hay sinceridad en las palabras vertidas en el despunte de lo que se supone sea una nueva etapa para Moliné Rodríguez. Palabras no son hechos, y por más que expresen sentimientos profundos, propósito de enmienda y un convencimiento acabado de que se obró mal, pertenecen al terreno de las dudas. ¿Cuál es, empero, el remedio? ¿Anteponer la venganza, el odio inextinguible a la verdad dolorosa de que por más años que los culpables pasen en la cárcel y consuman allí lo mejor de su existencia, Llenas Aybar seguirá siendo el niño eterno en el recuerdo de la sociedad y el amor de sus familiares? Se necesita una gran valentía y una fortaleza de ánimo envidiable para reconciliarse con la realidad, aceptar los hechos y destinar al olvido todo aquello que reviva el dolor. Otro paso de exigencia suprema sería acoger la resignación como reemplazo del odio bajo el entendido de que el gasto vital en sentimientos negativos solo conduce a la bancarrota emocional.
Moliné Rodríguez se ganó la libertad a cambio de veinte años en varios centros penitenciarios. En todos, de acuerdo a lo publicado, exhibió una conducta adecuada y observó escrupulosamente las indicaciones de las autoridades. Al otro culpable, Mario José Redondo Llenas, primo del niño asesinado y autor de las múltiples puñaladas que con saña inaudita segaron una vida en ciernes, le resta aún una década más de encierro. De agotar la totalidad de la pena, volverá a la sociedad, por ejemplo, con posibilidades mínimas de integración al mercado laboral. Tendrá 50 años, un envejeciente que habrá pasado más de la mitad de su existencia aislado del medio donde llevaba una vida privilegiada. La seriedad del crimen cometido, sin atenuante alguno de responsabilidad penal, le asegura el estatus permanente de paria. Nadie con un hijo de poca edad lo querrá cerca. De poco valdrá lo que ha hecho por sus compañeros de prisión, que haya utilizado su educación para ayudar a otros y que, al igual que su socio en el delito, no se le conozca falta alguna en las dos décadas tras las rejas. Le espera una segunda condena tan pronto retorne al seno de su familia, probablemente el único lugar donde siempre será bienvenido.
Cuesta simpatizar con alguien que fríamente asesinó al primo cuya custodia le habían concedido en un gesto de confianza familiar. Para funcionar con menos falibilidad, la justicia necesita neutralidad en su aplicación. Vale decir, que las prescripciones legales no sucumban a las presiones, los manejos mediáticos y las iras sociales que casi siempre esconden hipocresía a raudales. A Redondo Llenas le asiste el derecho a solicitar la libertad provisional y de seguro cuenta con buenos argumentos a su favor. Harina de otro costal que lo consiga y venza la convicción extendida de que debe pudrirse en prisión. Suyas deben ser todas las garantías debidas, al margen de las pasiones que despojan de su venda a la justicia.
Nunca he dudado de que la nobleza pesa más que el resentimiento en la balanza de nuestros actos. No prescribo recetas, ni tan siquiera unos sorbitos de caldo de pollo para el alma. A cada quien, sus actos, consecuencias y sentimientos. Sí me aferro al presupuesto de que la amargura solo engendra más acíbar. En mi caso, del único que puedo hablar con propiedad, tengo ya suficiente bilis con la de mi hígado. Me apetece un ingenio azucarero para los muchos o pocos años que me restan, compartido generosamente con quienes me quieran o no. Y hasta con quienes odian pese a gustarles Wagner.
(adecarod@aol.com)
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