29 de diciembre de 2014 - 12:09 am -
Narrar es contar, desenmascarar, dar apertura de una manera implacable a la pródiga imaginación y, por supuesto, reflexionar en torno a un tema con el cual estaremos en pugna con muchas interrogantes desde el momento en que quien cuenta, hace que los personajes de sus historias se hablen, se comuniquen, y comenten entre sí sus situaciones.
Al narrador corresponde discutir, ampliamente, con sus personajes la redacción de los detalles de sus vidas que desean ser transcritas sobre el papel, porque ellos, a veces, impugnan la caracterización, desautorizan el texto, se vuelven lectores-creadores, entablan diálogos en mayúsculas y demandan tener ante sí un espejo para contactar si su voluntad se cumple. Entonces, la ficción es un desacato a la historia “real”, y la historia el desfase de lo dicho, porque se pueden cosificar distintas versiones de una historia.
No obstante, es posible que en algunas ocasiones los personajes se salgan del relato, subviertan la escritura, no quieren la experiencia común, ni prevenir al lector de cuál será el “objeto” de su compleja marginalización de la realidad; de ahí que las tensiones personaje-autor trazan la territorialidad del equilibrio entre el punto de vista desde el cual se narra y la memoria que se reafirma indiscriminadamente como crónica.
En la narrativa de Segundo Imbert Brugal, por ejemplo, asumo su “función de autor” como un narrador-yo que, a mi modo de ver, es el narrador que pone un orden a la historia que va a contar, que está fuera del alcance de sus personajes, que no se deja abrumar por ellos, que no le da posibilidad alguna a que sean hostiles con él, porque conoce sus antecedentes, cómo hacer el juego literario de que interactúen, mostrándolos en espacios cerrados o abiertos, no encarcelándolos en un solo foco narrativo, sino hilvanando sus heredades y situaciones precarias de existencia.
Segundo Imbert Brugal, como narrador-yo, parte de episodios “que le contaron”, de situaciones que literalmente “como se la contaron” resultan ser los intersticios desde los cuales se confunde lo múltiple y lo fragmentario, procurando mostrar intercambiables las diversas caras de la historicidad tiznada por un época donde el asesinato/suicidio eran los márgenes para hacer identificable a las víctimas de la represión del tirano.
En su función de narrador, él es un narrador que tiene la voluntad de establecer la manera cruel en que las “órdenes superiores” del régimen hicieron que los sujetos desafectos confinados en la putrefacta dictadura perecieran como sujetos fracasados. Sin embargo, Imbert Brugal tiene un interés especial por el “efecto final” de sus relatos, porque devela cómo desentrañar la fatalidad del incumplimiento de sus personajes a sus destinos, cómo evadir las culpas, las frustraciones, desesperanzas y, brumosos encuentros y desencuentros con lo siniestro.
Los relatos que conforman el libro Por órdenes superiores de Segundo Imbert Brugal, revelan los avatares de muchos dominicanos en la Era de Trujillo; el submundo que vivieron y conocieron, que delata sus angustias existenciales.
“Cuando vino el yate”, “Dos esferas de cristal”, “Odalís Picúa”, “El discurso de Jacinto”, “El cartón de Pura”, “Un infarto en francés”, “Bienvenido y las metresas”, “A seis horas de distancia”, “La fiesta de quince años”, “Después del bautizo”, “El muchachito” y “Jesús Walterio” son relatos en torno a episodios de una sordidez inconfesable, verídicos y, a la vez, inverosímiles, ocurridos durante la dictadura; son flash backs, capítulos de horrores, hechos abominables, sucesos que “escuchó” siendo niño, y otros que le tocaron muy de cerca, y otros últimos que vivió siendo un muchachito.
Segundo Imbert Brugal los “capturó” en su memoria, hizo sus bocetos, dándole voz desde la tercera persona, y encerrando la suya en la máquina del tiempo, en ese oráculo invisible donde sólo Dios puede bosquejar el principio y el final de todo.
De los trece relatos del libro Por órdenes superiores(2014), uno me atrae, me atrapa, porque el autor recurrió a una realidad extraliteraria para narrar con certeza cómo la obsesión de la rebeldía se impone como derecho a la muerte, haciendo de la historia un vestigio de lo que en carne y hueso sufrieron muchos.
Imbert Brugal recrea la vida de un personaje de su Puerto Plata natal, al cual llama Odalís Picúa; un individuo con excelentes condiciones de nadador, cuya vida misma era un estado constante de peligrosidad, que lo hizo invulnerable de sí mismo, pero que el autor le otorga la voluntad de vivir a su riesgo, en fuga, porque “Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come…”.
El relato titulado “Odalís Picúa” es la historia de un personaje del mismo nombre que “Creció y vivió en la playa hasta que la violencia lo apartó de ella” huyendo de los matones del servicio de inteligencia; sus “historias recordaban las de Tarzán, “el rey de la selva”, y mantenían en vilo al público que desmenuzaba las peripecias del joven pescador”, a quien “Con toda seguridad, si lo cogieron esa noche, fue por equivocación, y si estaba preso lo soltarían pronto”, al ser acusado por los esbirros del régimen de ser un enemigo, y un potencial revolucionario.
El narrador se une a la memoria del personaje, se identifica con la voz de sus iguales, se integra a su psiquis, y está inmerso en contar todos los detalles de los sucesos que rodearon la desaparición de este personaje pintoresco de su pueblo. Al parecer, se deja seducir por su mundo, y se desplaza a través de un discurso sin fisuras al encuentro de su subconsciente y de su existencia trunca.
La lucha agónica de Odalís Picúa que nos cuenta el autor, no es solo el enfrentamiento del hombre a la naturaleza del mar; es el enfrentamiento del hombre a la muerte como desgarramiento, la decisión de morir por deseo propio, antes que otro decida por él cómo matarlo. El narrador le da libertad al personaje de escoger su destino final, no imagina lo que puede ser probable; cada acción del mismo lo convierte en un proyecto de sí mismo, para dejarlo ir a su último torneo con la vida; no rescatando sus sentimientos ni su intención de desahogo, lo deja a solas con la decisión súbita, ante su arbitrariedad que hace de su desaparición un enigma. Escribe que Odalís Picúa:
“Encolerizado, ausente de tiempo y de esperanza, se hundía poco a poco. Deliraba. Se encontró con Juancho tirando la atarraya y cantando: Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come… -Muchacho, nadie sabe el lugar donde se muerde el anzuelo. Quiso hablarle, pero el viejo pescador no estaba. Súbitamente, un torrente de vigor lo estremeció de pies a cabeza, se le inflaron los pulmones y le llegaron las fuerzas necesarias para, en un zambullón impecable, buscar el fondo del océano. Le obedecieron sus cuatro extremidades, penetrando cada vez más hondo, con la invariable determinación de morir buceando. La profundidad exigía el oxigeno que le faltaba, el instinto reclamaba la superficie. Se negó a subir. Siguió bajando. No renunciaba al funeral de las profundidades. De pronto, un silbido agudo le reventó los tímpanos, su respiración quedó encharcada y miles de chisporroteos en el cerebro diluían su nombre, sus amores, sus culpas, el frondoso árbol de uvas de playa y la trayectoria de sus veinticinco años. Muriendo, se deshizo del tirano, de los generales, y conoció el vacío del infinito”.
Odalís Picúa escogió a las profundidades del mar para escapar, y no dejarse vencer por los esbirros de la dictadura y la inquisitorial persecución. Su búsqueda de evasión en las olas o los despojos que lanza el mar no fue inútil; se hizo su realidad, una extensión fría del infierno que trajo la Era. Lo narrado por el autor nos conduce a creer que sucedió así. Ahí está la leyenda de Odalís Picúa, y la sentencia de que “Tiburón no come Picúa, ni come donde ella come…”.
El mar en este relato se hizo símbolo fálico, se identificó con el orden coercitivo; se hizo cementerio-agua donde los cuerpos se desacralizan del mundo sucumbiendo ahogados, huyendo de las “órdenes superiores”.
El mar, el fondo del mar, desde la antigüedad homérica ha sido el cementerio que esconde a las víctimas de la arbitrariedad política que traen las dictaduras; el mar ha sido testigo de todas las “órdenes superiores” invisibles del odio; perecer o desaparecer allí, es quedar insepulto, quedar ausente de los otros y en los otros. Ni siquiera la fuga evita que Odalís Picúa pueda salvarse del olvido, puesto que el mar es una irrealidad en las consciencias de los que mueren rendidos en sus brazos; allí no puede uno desdoblarse, sólo cumplir con la falacia, con el azar que trae el destino, tal vez, como paradoja para afirmar a la nada.
Recordemos que, las historias se construyen a partir de vivencias, y llegada la ocasión, o bien la oportunidad de narrarlas, es necesario escoger entre ser un escritor-observador o un agitador de los vuelos de la imaginación, para ir ensamblando los símbolos, las señales, las fuerzas con las cuales el autor se encuentra con frecuencia cuando le “asechan” cuestiones de la experiencia humana.
Desde que se evoca el pasado, las percepciones del mundo –de nuestro mundo interior- se hacen cambiantes, nos compenetramos con ese aleteo de la perspectiva temporal-anímica, con el ritmo del relato, y pasamos a ser un narrador-testigo que se asoma, pero que a fin de cuentas, deja que el narrador-yo escriba las páginas que le permitan acercarse a sus espectadores-lectores, tal como logra hacerlo Segundo Imbert Brugal en su libro Por órdenes superiores.