Pablo Gomez Borbon
Ramfis Domínguez Trujillo se está ganando un protagonismo preocupante en la arena política dominicana. A ello contribuyen no solamente los insensatos que anhelan una dictadura como la de su abuelo: quienes responden a sus provocaciones, quienes refutan sus absurdos argumentos negacionistas, quienes, con toda legitimidad, se rasgan sus vestiduras públicamente ante su apología de la dictadura, no hacen más que seguirle el juego. Evitar una nueva dictadura requiere mucho más que debates públicos e iniciativas individuales: se requiere de soluciones legales e institucionales.
Cada vez que el nieto del tirano niega sus crímenes, los medios amplifican el alcance de sus desvergonzadas opiniones. En los últimos tiempos, he visto que hasta respetables figuras públicas han refutado públicamente las barbaridades que expresa con frecuencia Domínguez Trujillo. Y aunque no les falta razón, sus intervenciones son contraproducentes. Y aunque sus intenciones son loables, Ramfis los está utilizando como a condones, con perdón. Primero, porque lo legitiman; segundo, porque lo victimizan; y tercero, porque ignoran la verdadera amenaza que se cierne sobre nuestra democracia.
(Escribo sobre el tema, es cierto. Pero solo para proponer una solución. No pierdo el tiempo refutando al nieto del tirano. La falsedad de argumentos como el de la inocencia de Trujillo en el asesinato de las Mirabal es tan evidente que no precisa una demostración).
No es aconsejable discutir con cualquiera, sobre cualquier tema. Un ejemplo basta para demostrarlo: cuando, en las elecciones presidenciales francesas de 2002, el ultraderechista Jean-Marie Le Pen se coló sorpresivamente en la segunda vuelta, Jacques Chirac, su contrincante y aspirante a la reelección, se negó a debatir con él. Refutar los argumentos fascistas y racistas de Le Pen hubiera sido darles una legitimidad que no tenían, por supuesto. Chirac bien hubiera podido pasar por cobarde, pues fue la única vez, desde que se estableció la Quinta República Francesa, que un candidato se negó a ir a un debate. Pero los franceses comprendieron la sensatez de su negación, y lo reeligieron con cerca del 80% de los votos.
El que Domínguez Trujillo niegue los crímenes de su abuelo es comprensible (aunque en modo alguno excusable o justificable): la sangre pesa más que el agua. Esperar que el nieto denuncie al abuelo, que reniegue de sus pecados es una ingenuidad, un desconocimiento absoluto de la naturaleza humana ¿Ha pedido perdón Elías Wessin Chávez por la traición de su padre? ¿Y Orlando Jorge Mera, ha hecho lo mismo por los desmanes del suyo? ¿Y los vinchos, han repudiado a su padre por sus numerosas bellaquerías, incluyendo el último golpe de estado de nuestra historia? Al contrario, no han hecho más que defenderlos, negar sus crímenes y presentarlos como víctimas.
El verdadero riesgo de una nueva dictadura lo representan los miles de dominicanos que afirman que hace falta un nuevo Trujillo. Los que entienden que solo un nuevo Trujillo eliminará la violencia y la corrupción. Los que juran que solo un nuevo Trujillo resolverá el caos migratorio. Los indolentes que comentan los artículos que denuncian al nieto del tirano, reafirmando su voluntad de seguirlo. Esa masa solo espera por un líder. Allí donde los vinchos fracasaron como líderes de una extrema derecha autoritaria y xenófoba, puede triunfar Domínguez Trujillo. Y los que lo refutan hacen las veces de transmisores de su mensaje hacia esos neotrujillistas.
La solución a esta amenaza contra la democracia debe ser drástica, contundente: el congreso debe votar una ley que penalice la apología del trujillismo. Los que propugnan por una nueva dictadura, quienes minimizan o niegan públicamente los crímenes de Trujillo, llámense Ramfis o Tatica o Juan de los Palotes, deben ser sometidos a los tribunales. Punto.
Habrá quien argumente que una ley de esta naturaleza atenta contra la libertad de expresión. No lo creo. Quienes afirman que la dictadura trujillista fue beneficiosa no hacen más que banalizar los crímenes, depreciar la libertad y la vida humana y, en definitiva, abonar el terreno para una nueva dictadura.
En Alemania, la apología del nazismo y la negación de la existencia del Holocausto están penados por la ley. Los alemanes saben que una dictadura siempre comienza por banalizar sus futuros crímenes. Los alemanes saben que la dictadura que destruyó su país, llevándolo a una guerra que provocó millones de muertes comenzó con los discursos aparentemente aguajeros de Adolfo Hitler quien, por cierto, fue elegido democráticamente. No hay mejor ejemplo de que la libertad de expresión no puede ser absoluta, de que no puede utilizarse para promover una dictadura.
Ramfis Domínguez Trujillo no es más que uno de los miles de dominicanos que defienden públicamente a Trujillo. Todos deben ser condenados por igual. Y no bastan simples artículos que los combatan públicamente. Hace falta una ley que los condene.
Ojalá que algún legislador haga suya esta propuesta.
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