No se antoja una buena idea conceder a Franco la oportunidad de resucitar, aunque suceda con un rito de exhumación ejemplarizante. Y no porque el caudillo corrupto
No se antoja una buena idea conceder a Franco la oportunidad de resucitar, aunque suceda con un rito de exhumación ejemplarizante. Y no porque el caudillo corrupto pueda reaparecer incorrupto a semejanza de un espectro fetichista, sino porque la losa de 1.500 kilos que lo sepulta en el averno previene de los vaivenes emocionales de la necrofilia y de la necrofobia.
Franco recupera la actualidad en 2018 con un vigor que nunca hubiera imaginado. Comparece entre los vivos casi medio siglo después de su muerte y retrata en su regreso la controversia de un extemporáneo debate político y mediático —el debate no está en la sociedad, pero sí el peligro del revisionismo—, aunque la iniciativa de Sánchez es un acierto estratégico porque le permite demostrar una insólita estabilidad parlamentaria, porque intoxica al PP con sus complejos históricos y porque traslada al electorado toda la coherencia programática: había prometido evacuar a Franco de Cuelgamuros y, en efecto, va a conseguir sustraerlo a la idolatría que le profesan los nostálgicos espiritistas y los turistas desorientados.
Era y es una anomalía que una democracia aseada pueda dispensar un lugar de culto explícito o encubierto a la memoria de un tirano, pero el Valle de los Caídos representa un mausoleo hortera, truculento y megalómano a medida de la mediocridad y obscenidad del difunto. Parecía incluso que la mejor forma de exponer al hereje de la democracia consistía precisamente en la solución de alojarlo en la mazmorra del pastiche arquitectónico, un templo sin espiritualidad
El camino que conduce del umbral del templo al sumidero de la tumba exige recorrer un sórdido túnel jalonado de hórridas esculturas de videojuego, como si fuera un pasaje del terror de bajo presupuesto. Y como si toda la ferocidad del régimen estuviera reflejada en la incongruencia iconográfica de tamaña aberración estética. Una mezcla de esoterismo y de fanatismo que degrada la posteridad del personaje y desconcierta a sus propios fieles en una ridícula evocación granítica del nacional-catolicismo. La cruz parece desmoronarse sobre las almas. Y el recinto se resiente de una grandiosidad kitsch, hasta el extremo de autoparodiarse la metafísica de un franquismo procaz y opulento.
Juzgar a un cadáver y castigarlo a título póstumo. Fue la ocurrencia del papa Stefano VI para vengarse a título póstumo de su predecesor en el cargo, el papa Formoso. Lo desenterró de su cripta a finales del noveno siglo y lo alojó como una pestilente marioneta en el sitial de tribunal convocado para escarmentar sus traiciones y atrocidades. Fue declarado culpable. Se le llegaron a arrancar los tres dedos de la trinidad. Y se arrojaron sus restos al Tíber. Y sobrevino entonces en Roma un espanto telúrico. Retumbaron los cimientos de San Juan de Letrán. No porque Formoso fuera inocente sino porque se le concedió la oportunidad de resucitar.
Franco reaparece en plena trivialización del franquismo. Tanto se frivoliza con los presos políticos, con los exiliados y con el recorte de libertades, que termina desdibujándose el agujero negro de la historia hasta convertir la tragedia en anécdota. Y a los muertos en vivos.
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