Por: Matías Bosch
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El puente Duarte se llamaba “Radhamés”, igual nombre que tuvo entonces el ensanche La Fe. El pico Duarte, “pico Trujillo”. La avenida Duarte, “José Trujillo Valdez”. El Hospital Infantil Robert Reid Cabral, “Clínica Infantil Angelita”, así como “Ramfis” fue el primer centro pediátrico. El estadio Quisqueya, “estadio “Trujillo”.
El hipódromo de Moca, “Benefactor”, y “Trujillo” el de Santiago. El parque Eugenio María de Hostos, “parque “Ramfis”. Su madre, Julia Molina, era “La Excelsa Matrona”. Su hija, “Graciosa Majestad Angelita 1.ª”. Él era “Generalísimo, Padre de la Patria Nueva e Ínclito Varón”. San Cristóbal era la “provincia Benefactor” y, para no olvidarlo jamás, la capital se nombraba “Ciudad Trujillo”.
Nada de esto pudo haberse ido por sí solo en el desagüe de la Historia. Primero porque el trujillato -que para algunos investigadores fue un régimen totalitario equiparable al nazismo- creó un aparato formidable de dominación de las mentes y las emociones, y segundo porque el régimen del tirano cristalizó y materializó en un orden político, económico, social y cultural toda una forma de ser, vivir y pensar que estuvo cuajando en la sociedad dominicana desde mucho tiempo atrás. Historiadores como Richard Turits han documentado que Trujillo no solo se impuso, sino que logró construir y ostentar una hegemonía sobre importantes sectores, es decir contar con su consenso activo.
La habilidad del sátrapa fue tan grande que después de aplastar las luchas y organizaciones sociales, logró quedar como precursor de un código de trabajo, de un falso sindicalismo (con su foto en una silla presidiendo asambleas), del voto de las mujeres y hasta de la seguridad social. Habiendo saqueado todo lo saqueable y convertido el país en su gran finca, él era el hacedor del bien.
Así, la postiranía exigía una transformación de doble tipo: la de las lamentables condiciones de vida que Trujillo y su clan habían mantenido y profundizado en perjuicio de la mayoría del país y, también, de las condiciones psicológicas y culturales que habían hecho posible que, aun viviendo la gente en la miseria, la tiranía no se hubiese derrumbado y, más grave aún, hubiese logrado un alto grado de validación. El miedo es un factor, pero no lo fue todo.
Lo hecho por las élites en estos 57 años, desde el 30 de mayo de 1961, ha sido todo lo contrario a esas transformaciones necesarias. La mayoría social padece impresionantes privaciones (la reina de España tuvo que venir a inaugurar en Monte Plata unas instalaciones de agua que en Europa existen hace 2000 años) y a la vez vive supeditada y resignada a la política más banal posible.
Peor aún: más allá de la Ley 5880 que censura el trujillismo y de los grandes discursos, habría que visitar el monumento al 30 de Mayo, la Hacienda María y casi todos los lugares de memoria: lo que se verá es deterioro, abandono y desprecio.
Hay que ver las fotos de los Trujillo y Balaguer en la galería oficial de expresidentes; la calle Peña Batlle haciendo esquina con la 14 de Junio, en La Fe; la veneración a los “jefes” e “insustituibles” del presente. Es como si la Ciudad Trujillo se negara a desaparecer o, mejor dicho, como si fuese útil mantenerla viva.
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