Ya son muy pocos países que se creen ese discurso del régimen venezolano de declararse víctimas, mientras atropellan a toda voz disidente. Ya está claro también que los chavistas destruyeron todo resquicio de institucionalidad democrática, además de la economía, la iniciativa privada y hasta la compañía petrolera estatal.
Pero lo de ayer fue patético. Derrotados en la Organización de los Estados Americanos, soñaban con manejar la llamada Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños (Celac) para fracasar estrepitosamente. Solo cinco de los 33 cancilleres asistieron, incluyendo el anfitrión salvadoreño que sigue hablando de un diálogo inexistente y ahora imposible después de las últimas locuras de Maduro. Para colmo, también hubo siete ausencias.
Ningún país mediamente importante en América Latina envió a su canciller -Argentina, Brasil, Perú, Chile, Colombia, México brillaron por su ausencia- solo asistieron los incondicionales o los que deben favores.
Ver lo que sucede en Venezuela es triste, dramático. Ya lo hemos visto antes por toda América Latina. Los dictadores se aferran ferozmente al poder y luego tienen que salir con la cola entre las piernas, luego que un pueblo enardecido se ha hartado de sus sandeces. Desde Somoza en Nicaragua, hasta Fujimori en Perú; desde Pinochet en Chile, hasta Trujillo en República Dominicana.
Todos se creían eternos y aseguraban tener el apoyo popular que luego descubrirían que era más falso que un billete de tres dólares y luego ya conocemos la historia.
La razón por la que el dictador venezolano de turno no permite elecciones libres es porque las va a perder. La razón porque no permite libertad de prensa es porque no puede tolerar las denuncias de su mala gestión. Y la razón por la que encarcela o exilia a sus opositores es porque se sabe débil y teme caer con el primer viento de cambio. Así sucederá.
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